Un goteo de malas noticias leves y aparentemente inconexas pueden desembocar en una lluvia fina de más graves consecuencias. Es, aproximadamente, lo que está pasando con una delincuencia común que se ensaña más con sus víctimas, con okupas más violentos, con más agresiones a vigilantes de seguridad, con broncas por nimiedades que acaban a puñaladas, con reyertas por una mala mirada, con vecindarios que organizan autodefensas frente a ocupadores, con empresas privadas que ofertan limpieza dura y segura, con un aumento de agresiones en el ámbito familiar y otras homófobas… Pasa en los barrios históricamente más difíciles de Barcelona. Y también en ciudades de la gran conurbación urbana y más allá de Cataluña. Según psicólogos, sociólogos y criminólogos, es la primera oleada de sentimientos de frustración, impotencia, rabia y tristeza frente a quienes incumplen las normas sociales y legales en tiempos de desastre global.

Si a ello se suman los recalentones veraniegos, las lunas rojizas de agosto que descontrolan a los psicópatas, y el aumento de agresividad verbal de líderes políticos, cargos públicos y falsificadores de opinión publicada, el aperitivo de la confrontación está servido. Y podría pasar que aquella sangre inocente, que se temía a causa infaustos hechos políticos, se derrame entre buenos ciudadanos y maleantes. O contra algún negacionista que vacile sin mascarilla y tres cubatas. Todo comenzó cuando hace años una concejal verde mallorquina en Barcelona, que vestía en Gonzalo Comella y por eso la abucheaban los obreros, proclamó: “yo también soy okupa”. Se materializó entonces la contradicción dialéctica marxista con su aparejado, que dirigía la consejería de Interior, decoró su despacho en plan zen y puso cámaras para vigilar a los policías y no a los delincuentes. Fue como pedir perdón porque la policía había desocupado el cine Princesa con un helicóptero y sin ni un herido, aunque lo manipularon como si fuese la película Apocalypse Now. Luego, Ada Colau se hizo okupa, boicoteó sus mítines y la feliz pareja huyó por la rica puerta giratoria de aquella presunta izquierda boba. Después, Gràcia, Sants, Hostafrancs y una larga lista de okupaciones y documentales falsificados se tipificaron como progresistas en lugar de como delitos.

Que la agresividad no es el método más diplomático para resolver conflictos está históricamente demostrado. Al igual que a veces la paciencia y la tolerancia tienen límites. Como el diablo se esconde en detalles nimios, un aviso tuvo lugar en L’Hospitalet de Llobregat el pasado mes de mayo. Fue cuando varios octogenarios se liaron a bastonazos entre ellos para sentarse en el banco de un parque. Recrearon el país de garrotazos que pintó Goya. Como en 1987 lo hicieron los vendedores de la empresa de lotería Prodiecu, formada por minusválidos, cuando se manifestaron ante la sede de la Once en Barcelona. Unos atizaban con sus muletas y otros con sus bastones. Palos de ciego que no soñarían Buñuel, Dalí ni Fellini. Pero es lo que hubo y lo que puede haber. Porque la agresividad está en el ser humano desde antes que otros virus.