A nuestros hoteleros no les parece bien que el ayuntamiento pretenda subir las tasas de pernoctación de los turistas. A mí, sí, pues todo lo que lleve a la entrada de dinero en el presupuesto municipal -aunque luego se lo gasten en chorradas- me parece estupendo. A fin de cuentas, ¿no se ha convertido Barcelona en una máquina de esquilmar a quienes nos visitan de la que todos intentan extraer algún beneficio? Todos los que pueden, claro; el común de la ciudadanía no ve ni un euro, pero restauradores, hoteleros, tenderos, narcotraficantes, prostitutas, guías turísticos y el patronato de la Sagrada Familia consiguen llegar muy bien a fin de mes gracias a nuestros queridos visitantes, desde el mochilero cutre al que se le vende un bocadillo hasta el crucerista ricachón que se deja una pasta en las tiendas del paseo de Gracia.

Con la prevista subida, el ayuntamiento calcula ingresar unos treinta millones al año, y es poco probable que el turista deje de venir por unos pocos euros más en su factura hotelera. Pese a las excusas ideológicas que aduzcan los políticos, la principal misión de cualquier consistorio es recaudar, sobre todo si esa recaudación redunda en la calidad de vida de la población autóctona y no se tira el dinero en lazos amarillos, asesores a dedo, viajes absurdos del alcalde y demás desviaciones del objetivo original.

Siempre dispuesto a dar ideas a nuestros munícipes, se me acaba de ocurrir otra muy brillante para recaudar monises a manta. Dicen que la mitad de los nuevos contratos de alquiler incluyen una cláusula que impide convertir el balcón de un apartamento en un escaparate de las ideas políticas del inquilino. Todo viene a raíz de la molesta costumbre de colgar banderas estrelladas para que las vea todo el mundo. Libertad de expresión, dicen los pro banderas. Mala utilización de las fachadas, contraatacan los anti banderas. Antes, la gente se conformaba con colgar a la puerta de casa -en los pisos ni se contemplaba esa posibilidad- un baldosín que ponía Aquí hi viu un català o Aquí hi viu un del Barça, pero el exceso de patriotismo obligatorio de los últimos años ha llevado a la proliferación de banderas en los balcones, ya se trate de senyeres, estelades o españolas. Ante semejante situación, lo suyo sería prohibir todo tipo de estandartes a la vista del viandante y que dentro de su casa cada uno cuelgue la bandera que más le plazca, pero así nos perderíamos otra bonita manera de sangrar al ciudadano díscolo.

¿Y si permitimos todo tipo de banderas en los balcones -quien dice banderas, dice proclamas revolucionarias, ropa puesta a secar, monigotes de Santa Claus en Navidad, pósteres de los Simpson o anuncios de las rebajas de El Corte Inglés-, pero les aplicamos un impuesto especial a quienes insisten en hacernos saber a todos cuál es su visión del mundo? Si la tasa no es excesiva, estoy seguro de que mucha gente estará dispuesta a pagar por insistir en la libertad de ciertos políticos o en su necesidad de demostrar permanentemente que es más catalana que el noi de Tona (o más española que El Cid). Solo le veo ventajas a esta idea. Los roñicas se meterán la bandera por donde les quepa, y los rumbosos contribuirán al esplendor económico de Barcelona con unos euritos.

Ya sé que lo que habría que hacer sería reorganizar un poco mejor el turismo y prohibir colgar cosas en los balcones, pero aquí lo básico es recaudar. Mejor hacerlo a la vista de todo el mundo que recurriendo a esa silenciosa y ladina gentrificación que, como antes en otras urbes del mundo, está convirtiendo Barcelona en una ciudad para ricos.