Los alemanes tienen la palabra Zeitgeist que se puede traducir por “espíritu del tiempo”. Se refieren a esas ideas que están en el aire a disposición de todos de forma que, con frecuencia, varias personas acaban interesándose por lo mismo y diciendo y haciendo cosas similares. Por citar ejemplos notables: Newton y Leibnitz descubrieron casi simultáneamente el cálculo infinitesimal. Bajando a asuntos más banales: el espíritu de un tiempo más corto, el de esta semana, puede llevar a hablar del triunfo pírrico del PSC en las elecciones del pasado domingo, o del hundimiento de Ciutadans o de los más de 100.000 votos perdidos por la formación que encabeza Ada Colau y que periódicamente dinamitan Pablo Iglesias, Gerardo Pisarello y Jaume Assens, entre otros, poniéndola al servicio de amarillentos intereses.

Es fácil reflexionar sobre la cantidad de gente que en vez de votar programas escasamente apasionantes decide votar en contra de algo o alguien. Es lo que llaman el voto cicciolina en recuerdo de Illona Staller, una actriz italiana del porno, que consiguió ser elegida diputada italiana gracias al repudio que provocaban otros candidatos. En Barcelona ERC ha ido creciendo porque durante mucho tiempo votar a esa formación se consideraba la forma más directa de tocar las narices al PP. Ahora, parte de esos votos rabiosos se dirigen a JxCat.

Ciudadanos nació como una formación con dos nortes: la defensa del plurilingüismo en Cataluña y el rechazo del nacionalismo catalanista. Luego, al expandirse al resto de España, cogió carrerilla y se pasó de frenada convirtiéndose en un partido más del nacionalismo español, repartiendo carnets de españolidad y constitucionalismo. Se lo negó incluso al PSOE, mientras que se lo reconocía a Vox. Con un añadido: perdió la capacidad de diálogo. Y la gente, una parte de la gente, está muy harta de broncas y camorristas. Para eso ya están los carlistas de JxCat, con el apoyo de la CUP que le hace el trabajo sucio cuando hay que quemar algo o cortar vías.

Se vio en Barcelona, donde la actuación de Manuel Valls evitó que un Ernest Maragall enfebrecido de ardor independentista se convirtiera en alcalde. Con un resultado nefasto para muchos: la quiebra del grupo municipal que, bien que mal, llevaba la bandera de Ciudadanos. Su capacidad de diálogo quedaba cercenada y, poco a poco, el partido se fue convirtiendo en un camorrista más. Mal asunto, porque ahí le ganan sin problema tanto el PP de Casado como sus primos hermanos de Vox. Y en Cataluña, la cosa está más clara: si Arrimadas quiere competir en zafiedad con Pillar Rahola, lo tiene perdido. Rahola es más agresiva y grita más. Siempre.

Pero elecciones al margen, la vida sigue. O no sigue. Ahí está como ejemplo preclaro de lentitud vital urbana la reforma de los laterales de la Gran Via y la Diagonal, dos avenidas centrales con las aceras más estrechas que cualquier otra calle de la cuadrícula de Cerdà y, además, sin apenas chaflanes para carga y descarga. Llevan así años, periódicamente alguien hablaba de corregir la situación, sin mayores consecuencias. Ahora el Ayuntamiento dice que se ha puesto a ello, habrá que ver cuánto tarda. Y esperar que no pase como en la misma avenida en L'Hospitalet, que lleva años siendo media autovía en lugar de una avenida. Los alcaldes metropolitanos se han quejado muchas veces: ¿por qué la Gran Via es una avenida en Barcelona y deja de serlo a partir de la plaza de Cerdà, partiendo los municipios por la mitad? El proyecto era convertirla en una vía también para peatones hasta superar el cauce del Llobregat en El Prat, por lo menos. Un proyecto con más de 10 años que sigue paralizado y que seguirá parado durante tres o cuatro años más tras una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Quizás no pueda hacerse (iniciarse) hasta que se termine la línea 9 del metro (la que los jueces relacionan con el 3%), es decir, ¡cualquiera sabe!