Cuando niño, visitábamos el claustro de la catedral, donde las ocas y su graznar, y ya de mayor me entretengo buscando al caballero Soler de Vilardell en la puerta de Sant Iu. Ahí lo tienen, con la Vilardella en la mano, un casco con alas, cota de malla y escudo, viéndoselas con un grifo malvado, repartiendo leña. La Vilardella, por cierto, se guarda en el Museo del Ejército de los Inválidos, en París, y la última vez que estuve ahí no supe encontrarla, lo que me provocó una gran desilusión.

Tantos recuerdos vienen a cuento porque hace unos días me eché a la calle con la firme intención de pasear sin rumbo fijo y perder la mañana de manera tan tonta como deliciosa. El día era estupendo. Comenzaba a notarse el calorcito, pero a la sombra se estaba la mar de bien. Regresé a esos lugares de cuando niño, con las ocas, el graznar y las campanas tocando los cuartos y acabé en la plaza de Sant Felip Neri, en verdad Filippo.

Como suele ser habitual, ocupaban la plaza un grupo de turistas alrededor de un guía, algunos turistas sueltos, algún que otro paseante como un servidor de ustedes, en franca minoría, y una banda sonora formada por el trisar de las golondrinas, el borboteo de la fuente y los melancólicos acordes de una guitarra española, que suplicaba un euro, por favor. Me concedí un descanso frente a la fachada barroca, con Filippo allá en lo alto bendiciendo al personal y la metralla allá en lo bajo, portando recuerdos desgarradores.

En éstas, algo me llamó la atención. Fue un algo súbito a la vez que sutil. Desperté de mi ensoñación y descubrí que primero uno, luego otro y al final casi todos los turistas tenían la vista fija en un punto a mi izquierda, donde la fuente. La guitarra había enmudecido, no así los vencejos.

En aquel preciso instante, una pareja repeinada y vestida de domingo se había convertido en el centro del mundo. Él, de rodillas frente a ella, sujetando las manos de la mujer con su mano izquierda y sosteniendo un sencillo anillo de pedida en la diestra, recitaba con muchos apuros los versos compuestos y aprendidos largas horas frente al espejo. Ella no cabía en sí de gozo. Gordita como era, parecía a punto de reventar de alegría, colorado el rostro, brillante la mirada y largo el sonreír, y no apartaba los ojos del novio, que, azorado, tartamudo todavía, no era menos feliz que ella.

La guitarra atacó entonces los acordes de Love Story y las golodrinas trisaron con sus mejores agudos, mientras ella, incapaz de decir una sola palabra, asentía con la cabeza. Siguieron besos, abrazos, aplausos del público y un etcétera que les ahorraré.

Estas cosas ocurren cuando los protagonistas viven ebrios de esperanza. Ambos, él y ella, habían atravesado un océano y habían dejado atrás su biografía, su paisaje, su familia, para jugarse el todo por el todo en un lugar nuevo y desconocido, y con frecuencia hostil, nuestra casa. Han superado grandes miedos y han conocido algunos nuevos, pero su esperanza es la nuestra. Su éxito, también. Quieren ser uno más entre nosotros y quieren lo que queremos todos: vivir más o menos bien y esperar vivir algún día mejor. Y sin ellos, no les quepa la menor duda, no nos cabe esperanza alguna.

Por eso mismo, distinguir entre ellos y nosotros es una solemne memez. Somos todos uno. Un filósofo que leí mucho y cada día me gusta más proponía un experimento para saber si vivía usted en una sociedad justa. Cámbiese por quien menos tiene o por quien no piensa como usted y compruebe si tiene las mismas oportunidades para desarrollar sus capacidades, decía. En otras palabras, más poéticas, en una sociedad justa cabe la esperanza bien fundada. Es lo único que la sostiene, de hecho.

Todos buscamos un futuro para nuestros hijos, un reposo en nuestra vejez, un digno techo, el auxilio de un médico si vienen mal dadas, el trabajo justamente remunerado, la buena educación, el derecho a ser feliz, un respeto por nuestro sentir y la protección frente a quienes abusan de su fuerza. Nadie regala nada de eso, les advierto, y quienes insisten en vendernos falsas esperanzas no hacen más que joderlas todas.