Entre demasiadas pésimas noticias, alivia que el Poble Espanyol de Montjuïc reabra sus puertas los fines de semana por seis euros. Tras tanto tiempo de confinamiento, los vecinos de Barcelona pueden por fin visitar los edificios, calles y plazas más emblemáticos de 117 localidades españolas. Se trata, por tanto, del único lugar de la ciudad y del mundo donde se puede hacer turismo por toda España sin salir del propio municipio, sin saltarse la ley vigente y sin ser sometido a control policial ni sanitario. Con la tranquilidad añadida que comporta no coincidir con Ada Colau paseando con su familia y sus guardaespaldas avasallando al personal y vulnerando el derecho humano de hacer fotografías turísticas.

Construido en el año 1929, en sólo trece meses, con motivo de la Exposición Internacional, que es mucho menos de lo que tarda el actual Ayuntamiento en hacer una obra social a base de contenedores, fue ideado por el arquitecto modernista Puig i Cadafalch como un gran pabellón dedicado al arte y a la arquitectura popular de diversas regiones españolas. Realizado en cartón piedra, casi como metáfora del país real, debía ser provisional y había que derribarlo después del evento. Pero gustó tanto a locales y forasteros, que ahí sigue como uno de los sitios más entrañables de los barceloneses y más visitados por el turismo de antes del fin del turismo.

Con su atmósfera entre kitsch y vintage de verdad, sus jardines, sus comercios, sus restaurantes y su famoso tablao flamenco, allí se abrió el primer restaurante con espectáculo erótico para solteras y casadas del área metropolitana y de comarcas, que se ponían a gusto a la hora de desmelenarse. También tenían lugar las verbenas de San Juan y las campanadas de Fin de Año más concurridas de la ciudad. Y el poblado vendió millones de sombreros mexicanos a millones de turistas que pasaban por allí sin enterarse de lo que eran ni España ni una barretina.

Con talleres de artesanía y pequeños museos más que interesantes, los aficionados a la memoria histórica recordarán que, durante la guerra civil, los republicanos lo reconvirtieron en checas para torturar a los disidentes, y que después Franco quiso usarlo como símbolo del anti-catalanismo sin demasiado éxito, ya que su plaza era idónea para bailar grandes sardanas y otras actividades folclóricas.

Como pequeño mundo aparte del mundanal ruido, el Poble Espanyol era un refugio ideal para escabullirse de la ciudad, comer con dignidad y variedad, pasear tranquilamente, acudir a conciertos y hasta para realizar portadas de discos en tiempos del twist. También algunos de sus bares de copas fueron referentes cuando el maragallismo, como el de las torres de Ávila que diseñó Mariscal. Hasta que el turismo de masas baratas lo masificó todo, se encarecieron los precios de todo y llegó un punto en que aquello parecía La Rambla, aunque con menos delincuencia. Otra curiosidad del recinto es que está libre de banderas partidistas y los que cortan la Meridiana no suben por allí porque es español, bonito y barato.