Estos días, e insistentemente, se habla del distanciamiento social. El distanciamiento social por aquí, el distanciamiento social por allá y, perdonen ustedes, "distanciamiento social" no es una expresión que me convenza. Me viene a la cabeza la diferencia de oportunidades y privilegios entre una y otra clase social, o el aislamiento o discriminación que se establece entre una clase dirigente y el resto de la sociedad, o algo parecido. He comentado alguna vez el asunto y me han propuesto otras expresiones. Una de ellas es técnicamente correcta, pero pedante: "distancia interpersonal". Prefiero una más castiza: "que corra el aire".

Sin embargo, el distanciamiento social es una realidad dolorosa. No me refiero a la distancia entre usted y yo necesaria para que mis microbios no vayan a contagiarle, o viceversa, sino a la distancia con que unos se sitúan con respecto a los otros. ¿Recuerdan "El Tercer Hombre"? Harry Lime (Orson Welles), subido en lo más alto de la noria, contempla "esos puntitos" que se ven abajo y se pregunta si dirías que no a 20.000 dólares por cada puntito que dejase de moverse. Algo parecido ocurre estos días, aunque no son veinte mil dólares, sino un dudoso rédito electoral. Quien más, quien menos, juegan a calcular cuánto podrían sacar de cada puntito.

El caso más atroz es el del gobierno del señor Torra, que para mí hace ya mucho que ha dejado de ser honorable, y ya no digo muy honorable, tanto él como los que están con él. Las cifras de evolución de la epidemia no van bien en Cataluña, pero es culpa de Madrid, del Estado español o, directamente, de los colonos que nos oprimen y tal. Lo que le han hecho al sistema sanitario y a las residencias de ancianos los últimos diez años no ha tenido nada que ver, ni el caos en que vive el Departament de Salut, del que no sabemos de la misa la mitad. Si el gobierno dice blanco, negro; si dice negro, blanco; si habla de provincias, que sean comarcas, veguerías o lo que sea; si dice total, parcial, y si parcial, total; si habla de desconfinar, quieren confinar, y viceversa, y no tienen remilgos en mentir, engañar y ser reacios a cualquier tipo de colaboración, ahora, cuando más se necesita. Tantas veces se ha llegado a lo grotesco que ya no hace ni gracia.

En comparación, lo que ocurre al otro lado de la plaza de Sant Jaume es para tirar cohetes de alegría y uno tiene que reconocer que el Ayuntamiento de Barcelona ha respondido a la epidemia mucho mejor que la Generalitat. Sólo con mantener la discreción y un respetuoso silencio se mantenía uno a años-luz por encima de la bilis de Torra, también lo digo.

Sin embargo, a la que uno acerca la mirada tropieza con claroscuros. Es lo normal, pero quizá tenga que preocuparnos alguno. Asuntos como el Peugeot de la alcaldesa o las subvenciones a tal o cual agrupación son pecadillos si uno piensa en la que nos espera ahora que nos dejarán salir de casa. A la que asomemos al exterior, descubriremos muchos negocios en peligro de muerte, un turismo desaparecido, una realidad económica inédita.

Por eso preocupa tanto que alguien del equipo de gobierno diga en voz alta que Seat haría mejor en dejar de fabricar automóviles, por mucho que sea verdad que el modelo de movilidad urbana de la metrópolis barcelonesa tiene que ser revisado a fondo. Pregunto: ¿lo están revisando a fondo? ¿Quiénes?

Supongo que toca reorganizar tanto las tasas e impuestos municipales como el presupuesto social. Tenemos que reactivar la economía y salvar muchos puestos de trabajo. ¿Tenemos las ideas claras sobre este asunto? ¿Cómo va la cooperación y la unidad de criterio ante la crisis?

Sabemos que ahora quieren abrir carriles bus que serán también carriles para bicicletas, pero ¿alguien ha pensado en los pobres ciclistas y en la velocidad del transporte público? ¿Cómo se gestionará el transporte público a partir de ahora?. Etcétera. Sírvanse a discreción.

Por eso, ahora más que nunca, hay que reducir en lo posible el distanciamiento social. Es decir, la distancia entre las rentas más ricas y las más pobres, la diferencia de oportunidades entre unos y otros, etcétera. Pero también, y sobre todo, la distancia que se establece entre los mundos imaginarios de algunos poderes públicos y la realidad en la que nos movemos los demás.