No hay noche que no vaya triste a la cama. Muevo los pies por las sábanas con la esperanza de encontrar algo de frío que me permita dormir entre tanto calor. Pienso en lo mucho que debe sufrir el nacionalista de a pie que tiene no solo los pies, también las orejas, ardiendo de tantas tortas que le han dado.

Convencidos de que su peor enemigo es España (ese ser miserable que de vez en cuando sale de la cueva para atizarles), desconocen que el enemigo más mortífero, el más cruel y peligroso, está en casa, duerme con ellos cada noche, en sus pantallas de televisión, en los carteles de su balcón, le obsequian cada muy poco con una papeleta en las urnas y le profesan una admiración y devoción que sus mujeres e hijos nunca han experimentado.

Y es entonces cuando uno descubre que el ser humano puede ser muy cruel, hasta el punto de burlarse de aquel que entregando tiempo, dinero y a veces familia está dispuesto a perder mucho por ti, sí, por ti Puchi, Ponsatí, Rovira, Gabriel… con tal de que tu sigas viviendo como un maharajá.

Y es entonces cuando uno descubre que el ser humano también puede ser muy tonto, hasta el punto de arrodillarse ante aquél que con tal de seguir viviendo la vida padre estaría dispuesto a venderte a ti, sí, a ti Joan, Carla, Silvia, José, Eulalia… para que sigas viviendo un poquito peor que ahora.

En fin, que las tortas de la casta nacionalista a sus masas se cuentan a pares. Desde algo sencillo como tratar a tu fiel votante de imbécil, pasando por conversaciones filtradas donde te ríes del Prusés, o huidas por la puerta de atrás dejando en pelotas a los que se han quedado en casa cuando empezaba el incendio.

Y la última torta de la colección sería muy graciosa si no fuese porque son muchos los que veneran a los personajes que se las dan, que no son pocos, ni pocas las tortas.

La protagonista en esta ocasión es una tal Clara, fugada también con el rabo entre las piernas. Hace un tiempo, jugando al póker, con el subidón del alcohol y la música a todo volumen, les dijo a unos 2 millones de amigos que confiaran en ella, que apostaran por su mano, que era la puta leche, no podía perder, nada puede contra un American Airlines y un buen flop en la mesa. Cuando se destapan las cartas, resulta que Clara tenía un 2 y un 3. 

“Era un farol, gilipollas”, les dijo con una sonrisita a los 2 millones de amigos que habían puesto en ella su tiempo, su dinero y su esperanza. Todavía resuena la bofetada por todos los rincones de la República Catalana. Hay quien dice que incluso se ha oído en la frontera con Ítaca. Se aprecia también algo de malestar y cabreo, pero Clara está tranquila porque sabe que esto de los votantes díscolos es otro farol, gilipollas.

Ventajas de ser capitoste de una secta mesiánica.