Diciembre. Fiestas navideñas. Cenas de empresa, encuentros gastronómicos con amigos con los que apenas quedamos el resto del año («oye, quedemos antes de fin de año», reza el mantra, como si el 31 se acabara el mundo) y, claro, comilonas familiares desde la noche del
24 hasta el almuerzo del primer día del año.

Acaso porque entramos en el mes de los excesos y los atracones, tal vez porque no es nada común un gesto así viniendo de gente habitualmente apoltronada, el anuncio de la huelga de hambre por parte de Jordi Sánchez y Jordi Turull ha generado sorpresa, más allá de las muestras de simpatía de sus fans, de la desaprobación de los opositores al independentismo o de la comprensión de quienes ven en esa prisión preventiva un castigo insostenible basado en el derecho. Cuando medio mundo se apresta a aflojarse uno o dos agujeros el cinturón, estos señores sólo beberán agua.

Sin embargo, un ayuno —que es otra forma de llamar a una huelga de hambre— no es un asunto que debiera levantar tanto revuelo. Ayunar es una práctica que data de miles de años. Por motivos de salud lo hacían hombres tan célebres como Platón, que tal vez no sólo era ancho de espaldas, sino también voluminoso de abdomen. Cuando los humanos éramos cazadores-recolectores comíamos de manera esporádica, cuando teníamos la fortuna de hacernos con alguna pieza o encontrábamos vegetales comestibles durante nuestros traslados de aquí para allá. Esa práctica, la del ayuno esporádico y no pocas veces prolongado nos dotó de una musculatura y un hígado capaces de reservar carbohidratos en forma de glucógenos, y un tejido graso capaz de acumular combustible para mantener al cuerpo sin ingesta durante varias semanas.

Tal vez lo más complicado para quien ayuna sea vivir en un mundo donde el estímulo para comer resulta constante. Un amigo que ayunó durante cuarenta días en Barcelona me contaba que sólo entonces fue completamente consciente de la cantidad de horas al día que dedicamos a planificar, pensar y ejecutar asuntos relacionados con la comida, y que también durante ese periodo vio por primera vez la multitud de bares, restaurantes y otros locales destinados a la alimentación.

La complicación restante no es menos importante, y se centra en la pulsión oral. Algo en la boca requiere satisfacción desde nuestro primer día de vida, cuando comenzamos a mamar para seguir vivos. Da igual que se trate de chupar, masticar, sorber, lamer, cantar o hablar. En esta última actividad podría estar el consuelo para los huelguistas: no ha nacido el político que no goce escuchándose.