Llevo poco más de tres años tirando con sable. Eso no quiere decir que sea bueno con el acero, ¡todavía me falta mucho! Pero me permito afirmar que una buena discusión y un buen lance de esgrima se parecen mucho. Porque también me gusta mucho discutir. Pregunten a mis amigos, si no me creen.

Los tiradores de sable no nos andamos por las ramas y acabamos rápido. Ataque y fondo, punto. Los que tiran con espada o florete le dan a todo más vueltas. Pero si la cosa se alarga, si falla el ataque, habrá una respuesta que, a su vez, puede fallar o acertar, y así sucesivamente. El ciclo ataque, respuesta, contraataque y contrarrespuesta recibe el nombre de «frase de armas», una de las expresiones más deliciosas con que nos regala la esgrima, ¿no les parece? También está «meterla doblada», pero la dejaremos para otra ocasión.

La frase de armas suele ser breve: clinc, clanc, clinc, clanc y tocado; pero en aquellas ocasiones en que se alarga y se suceden los ataques y los contraataques, da igual quién se lleve el punto, porque habrá sido digno de ver.

La esgrima se basa en pocas reglas y muy simples. Se considera de buena educación reconocer un tocado, levantando la mano, y los tiradores se saludan entre sí, saludan al árbitro y al público antes de darse de sablazos, al principio y al final de cada asalto. En los buenos tiempos, cuando los duelistas iban a matarse por un quítame allá, se saludaban con exquisita cortesía, y de ese vicio viene la costumbre.

En una discusión existen verbos afilados, respuestas magistrales, refutaciones y argumentos imbatibles, y se dan «frases de armas» dignas de ser oídas. La oratoria es también una bella arte, tan elegante, afilada y punzante como la esgrima, y ¡ojalá no se hubieran perdido las buenas maneras! Sin embargo, también existen diferencias entre el acero y la palabra, y la principal de todas es una. Verán: en lenguaje matemático, la esgrima es un juego de suma nula y la discusión un juego colaborativo, de suma no nula. En cristiano y que se entienda, en esgrima uno gana y el otro pierde; en una discusión pueden ganar (o perder) ambos partidos.

«Discutir» viene de «discutere», un verbo que los antiguos romanos empleaban con el significado de «disipar» o «resolver» una cuestión. Así lo recoge el diccionario de la RAE. Su primera acepción afirma (y cito): «Dicho de dos o más personas: Examinar atenta y particularmente una materia».

Una buena discusión pone a prueba los argumentos de las partes. En ese intercambio de pareceres, todos pueden salir ganando, incluso si no se llega a ningún acuerdo. El consenso está sobrevalorado: no siempre es posible. Pero las partes aprenden una de la otra a poco que accedan a discutir honestamente, con argumentos y razones.

A poco que pensemos en ello veremos que cuando se da una discusión entre una persona razonable y un fanático se arruina el juego colaborativo y el posible beneficio mutuo desaparece. El fanático nunca discute, porque no busca el acuerdo, sino la rendición. Por eso, si sentamos a dos fanáticos en una mesa, a ver quién la tiene más grande, el beneficio da paso a la ruina. Cuando pregunto quién la tiene más grande, hablo de la bandera, no vayan a pensar ustedes. O de cualquier otra cosa, y piensen en la que quieran, me da igual.

Eso es lo que ha pasado con el procesismo, que sólo es posible explicar si lo contemplamos desde una perspectiva religiosa. Ireneo, Justino o Tertuliano ya dijeron que (cito) «la filosofía no es más que una solemne tontería» cuando cuestiona la fe. Lo mismo dicen y sostienen los amarillos a poco que uno cuestione sus argumentos.

Y eso es todo.

En «Cómo discutir con un fundamentalista sin perder la razón: Introducción al pensamiento subversivo», Hubert Schleichert, autor del ensayo, propone la risa como refutación ante un fanático y remedio de muchos males. Yo iba a proponer repartir sables a lado y lado y aprender a tirar, pero creo que mi propuesta sería malinterpretada por ambas partes, así que opto por la risa. Mejor, ¿no?