Tengo sintonizada TV3 entre las cadenas de echadores de cartas, telepredicadores y teléfonos de burdeles. No la veo prácticamente nunca, no me interesa lo que pasan. Hace demasiado tiempo que se ha vuelto ñoña, cursi y además emite todo el día en amarillo, como las farolas con lámparas de vapor de sodio, y póngase cuando se ponga, sale la Rahola gritando, motivo éste más que suficiente para buscar la paz de otros canales. Que no es que se encuentre fácil, también lo digo. ¡Suerte de los libros!

Pero un amigo me envió por correo electrónico un vídeo que no tenía desperdicio alguno. En medio de un docudrama apocalíptico que pasaron en TV3 el otro día, un tipo con barba, muy serio y distinguido, dijo (y traduzco): "Comenzamos a hablar con la lavadora, la nevera, la máquina de calentar el pan y le dices: Hola, ponme unas tostadas, y ¿por qué lo hemos de hacer en castellano, esto? Yo quiero hablarle, a mi tostadora, en catalán, y que mis hijos entiendan que a las máquinas también les podemos hablar en catalán".

¡Qué suerte tiene el tipo! Yo comienzo a hablar con mi lavadora, mi nevera y tal y acabo en el sanatorio. Por cierto, mi tostadora no me hace ni caso y no dice ni mu. Tengo que ser yo quien mete las rebanadas de pan en la ranura y darle a la palanquita. Sin mediar palabra. En cambio, mi cafetera no calla ni bajo el agua. Me habla en italiano, porque es una Bialetti, y no se conforma con darme los buenos días, no. Es picajosa y puñetera como ella sola. No para de darme instrucciones sobre cómo moler el café, cómo apretarlo con el cazillo, hasta donde llenarla de agua. Cuando la limpio, grita y me insulta si el agua está demasiado fría o se me ocurre acercarme con algún detergente que no es de su agrado. Como es una granuja, lleva locas a las tazas y cuando la guardo en el armario tengo miedo de acabar un día con algún plato roto. Eso sí, hace un café de miedo y de vez en cuando me obsequia con una aria de Rigoletto o una canción napolitana. Desentona un poquito, pero ya me está bien para animar las mañanas.

El asunto de la tostadora será grave, pero ¿da para un tono tan dramático? El melodrama no se corresponde con la realidad, pero responde a unos intereses determinados. El catalán nunca ha gozado de tan buena salud, es un hecho objetivo. Nunca se había leído ni escrito tanto en catalán, ni tanta gente ha sido nunca capaz de entenderlo o hablarlo. Es obligatorio en las escuelas y se requiere en la administración pública, que rara vez se dirige al ciudadano en otro idioma. Pero se emplea como arma arrojadiza, bien lo sabemos, y es necesario decirlo. Sirve para poner a unos y otros en su sitio, a los "buenos" y a los "malos" y separa a los catalanes "de verdad" de aquéllos que no merecen serlo. ¡Qué pena! Porque la cultura propone, y uno dispone. Si se torna antipática, uno dispondrá de algo más amable.

El drama también sirve para distraer al personal, y no soy el primero que lo dice. La patriótica reivindicación de la tostadora catalana es la excusa perfecta para no hablar de las precarias condiciones de las residencias de ancianos tuteladas por la Generalitat de Cataluña, los hospitales con las salas de urgencias saturadas y faltos de medios, una escuela pública que no conoce inversiones, un gasto social o cultural mínimo, una gestión nefasta de lo público o tan largo etcétera de desgracias que sería un empezar y no acabar. De ahí que se avive el fuego de los agravios y se agiten tantas banderas, porque más de uno se interesa en mantener encendidas las brasas del peligroso engaño en que nos han metido a todos y la vista bien alejada de los sinvergüenzas que viven del momio.

Y dicho esto, un chiste malo: "Saps per què es tan important l’afer de la torradora? Perquè el president Torra!". Ya les he dicho que era malo. No he podido resistir la tentación, pero conste que estaban avisados.