Hace unos años estuve trabajando con las escuelas de La Marina (antes conocida como la Zona Franca), haciendo talleres sobre la historia del barrio y sus movimientos vecinales. Aún recuerdo las caras de perplejidad y desconcierto cuando explicábamos al alumnado de ESO que donde hoy está la Ronda del Litoral había una playa de más de 3 km que iba desde Montjuïc hasta el Delta del Llobregat. En efecto, hasta los años sesenta, el puerto de Barcelona solo ocupaba lo que se conoce popularmente como el Port Vell. La playa de Can Tunis desapareció hace algo más de 5 décadas para ceder sus terrenos a lo que hoy representa el 90% de la superficie del primer puerto de España en facturación, que concentra el 21% del comercio exterior marítimo del Estado, y el enclave líder de Europa en atraque de cruceros.

La gente de La Marina no ve el mar, aunque lo tenga a unos cientos de metros y sus jóvenes no tienen imagen alguna de lo que fue su barrio cuando tenía litoral. Saben que tras el puente que culmina su paseo principal hay todo un mundo que vive de espaldas al vecindario. Este imaginario funciona muy bien como metáfora de la relación que tiene la ciudad con su emblemático puerto. En 2013 y en su último número, la revista vecinal Carrer, ha publicado sendos dosieres, ahondando en las características del puerto de Barcelona, su dinámica de negocio, gobernación, efectos medioambientales e intereses económicos que vale la pena repasar. A decir verdad, este lugar de la ciudad es rara vez motivo de debate público, sus datos son de difícil acceso en muchas ocasiones, o su autoridad no es célebre por su popularidad. El puerto es, al fin y al cabo, uno de los grandes desconocidos de Barcelona.

Hoy en día, hablamos de una infraestructura que maneja un volumen comercial que concentra más del 70% de las exportaciones de Catalunya. Factura cerca de 200 millones de euros y supera los 43 de beneficios. El sector industrial, comercial y el turístico son los que hegemonizan sus rentas. Los dos primeros ocupan alrededor del 80% de la superficie total del puerto, con una capacidad para mover más de 2,5 millones de contenedores al año. El sector turístico está liderado por el negocio de los cruceros que, además, ha vivido un crecimiento exponencial en los últimos años, pasando de 570.000 cruceristas a 2,8 millones en 2016. En estos momentos, operan 42 navieras, con las empresas líderes del sector incluidas, controladas por los grandes fondos de inversión mundiales. El puerto dispone de 6 terminales para cruceros y en actual discusión política, con una fuerte oposición vecinal, está la instalación de una séptima en una concesión por 30 años a la naviera MSC que duplicaría los cruceristas hasta superar los 5 millones.

Además del puerto comercial y de cruceros, el Puerto de Barcelona, es, como reza en su web, un “puerto para los negocios” en su zona más emblemática, el Port Vell, con su World Trade Center, su centro comercial, su marina de lujo, o su hotel vela como principales significantes. Sin duda, el puerto representa un enclave industrial que hace devenir el litoral barcelonés en un paradigma del modelo contemporáneo de la generación de plusvalor mercantil. Es una infraestructura que combina el negocio mayorista y minorista, el tránsito de mercancías y personas, la industria de la energía y hasta la del ocio en unos cuantos kilómetros.

Sin embargo, uno de los más destacados elementos de la ciudad global en la que se ha convertido Barcelona, es uno de los más ejemplares catalizadores de los principales problemas de la ciudad. Como bien sabe la vecindad de La Marina, el puerto ha separado del mar a la ciudad. No solamente en su superficie industrial, sino también en su superficie “ciudadana”. Apenas son unos cuantos residentes quienes usan sus muelles para atracar bote alguno. El antiguo muelle de la Barceloneta se ha reconvertido en un puerto para yates de lujo y su playa está presidida por uno de los hoteles más exclusivos de la ciudad. El Maremagnum como modelo del turismo comercial estandarizado y el World Trade Center como fortaleza financiera. El puerto que tanto presumió de contribuir a la apertura al mar de la ciudad, se ha convertido en un lugar más bien que “va a su bola”.

No solo que va a su bola, con un consejo de administración con su propia autoridad autónoma, donde la ciudad tiene una mínima representación, sino que concentra numerosos efectos nocivos sobre la capital catalana, sus barrios y sus residentes. Además de la masificación y deterioro de los espacios públicos que contribuye a tensionar el crecimiento descontrolado de la actividad crucerista, los barcos de ocio, como los cruceros o los ferrys son responsables del 47% de las emisiones de óxido de nitrógeno de una ciudad con unos índices de contaminación del aire que superan las exigencias europeas. Los cruceros no apagan sus motores cuando permanecen atracados porque necesitan que sus instalaciones sigan funcionando al mismo tiempo que utilizan un combustible 100 veces más tóxico que el diesel de los turismos y camiones.

Masificación turística, contaminación ambiental, degradación territorial y especulación son los principales efectos nocivos a los que el puerto contribuye como uno de sus principales protagonistas. Una infraestructura pública, sin apenas control democrático, que claramente orienta su gestión y planificación a la maximización de sus rendimientos, en gran parte bajo intereses privados, sin asumir ninguno de sus costes para la ciudadanía barcelonesa. La mercantilización industrial del litoral que ya vivieron los vecinos y vecinas de los barrios de la Marina es hoy protagonista del mejor ejemplo de uso de las instituciones públicas a espaldas de la población. Su función se orienta al flujo global de capitales, usando a Barcelona como marca, mientras sus residentes apenas pueden decidir nada sobre él. Nuestra factura es soportar su carga.