Un tomate fruto de la agricultura intensiva y otro ecológico tienen exactamente las mismas propiedades nutritivas. Ninguno es más sano que el otro, ni más nocivo, aunque, de hecho, hay más episodios de toxoinfección en los cultivos llamados ecológicos que en la agricultura moderna. Si no me creen, consulten las estadísticas. Pero, ah, amigos, resulta que los consumidores habituales de tomates ecológicos tienen una mayor esperanza de vida. ¿Por qué? Por una sencilla razón: porque el tomate ecológico es más caro. Dicho de otra manera, porque pueden permitirse el lujo de gastar más dinero en comida; es decir, porque tienen un nivel adquisitivo mayor y es ya sabido que los ricos viven más que los pobres.

¿No me creen? El estudio de la epidemiología del cáncer lo demuestra. El tabaco mata, punto. Y el alcohol. La mala suerte, también. Porque, en efecto, la mayoría de los tumores tienen una causa inespecífica y si te toca uno, ¡mala suerte! En cualquier caso, la tasa de supervivencia depende de la renta y es más fácil que te toque un tumor si tu cuenta corriente está en números rojos o eres de clase baja. Los datos lo demuestran y son tozudos. Un titular de El País lo resumió así de bien: Sobrevivir a un cáncer depende del código postal. En los barrios (las regiones, los países) más pobres, se enferma uno más y se cura menos.

Algo parecido ocurre con las enfermedades cardiovasculares. Sufren más infartos, y más mortíferos, los empleados que los directivos. Los pobres sufren más del corazón. Porque, digan lo que digan, la vida de un directivo es más relajada y el empleado de a pie sufre más estrés laboral y vive en peores condiciones. Ah, y come peor, y de nuevo nos enfrentamos al caso del tomate.

El pobre comprará el tomate de invernadero porque le cuesta la mitad que el tomate bio-eco-chachi, y comprará un mal aceite para freír porque el aceite de oliva cuidadosamente seleccionada extra virgen superguay está por las nubes y si compra una botella de eso no llega a final de mes. Forzado por su rutina de trabajo y sus limitados ingresos, consumirá más alimentos precocinados o azucarados, más grasas saturadas (malas, malísimas) y un montón de porquerías más que no hace falta enumerar. Le dará más al alcohol. Fumará más. Sus horarios serán peores. ¡No tendrá tiempo para ir al gimnasio, a lucir palmito! La palmará de un ataque al corazón, fijo. No porque no coma tomates ecológicos, sino porque vive en peores condiciones.

Otra: los hábitos cotidianos, mediados por la cultura de clase y la falta de parné, no serán tan saludables. Además, vivirá más situaciones de estrés y tensión emocional, porque vete a saber si me renovarán el contrato, si llegaré a fin de mes, si no me van a subir el alquiler o si no sale ahora un gasto imprevisto que me eche por tierra el presupuesto. Mientras que un rico siempre puede tirar el dinero en la tontería del “coaching” y presumir de mi terapeuta esto y mi terapeuta lo otro, quien no llega a final de mes tendrá que comerse los sapos él solito y vayan y pregunten por la lista de espera para ver al psicólogo en un CAP.

Eso explica en parte por qué se suicidan más los pobres que los ricos, por qué sufren más ansiedad, depresión o desórdenes emocionales de todo tipo, incluso por qué se drogan o beben más y, desde luego, por qué viven menos. Y eso que no les hablo del dentista. El precio de un empaste o una endodoncia puede desequilibrar una economía justita, por no hablar de una funda. Los más afortunados presumen de dientes como perlas y sonrisas profidén, compruébenlo. Los otros tienen que escoger entre llevarse algo a la boca o poderlo masticar.

La salud pública exige que hablemos de la prevención de enfermedades. Vacunas aparte, imprescindibles, los fundamentos de una vida sana los conocemos desde tiempos de Epicuro: disfruta comiendo de todo un poco, sin prisas, con cierta frugalidad; no hace falta que te entrenes para unas olimpiadas, pero haz ejercicio y muévete; utiliza la cabeza para pensar, lee, aprende, interésate un poco por la cultura y la ciencia; disfruta del sexo y los demás placeres de la vida, pero no te abandones a los vicios... En fin, ¡qué les voy a contar que no sepan ya!

Ahora echen un vistazo a la vida moderna y comprueben quién puede permitirse el lujo de vivir así. Quien va de contrato-basura en contrato-basura, no, desde luego. Quien tiene la vida tan arreglada que puede comprarse un tomate ecológico por lo que valen dos tomates normales sin despeinarse, ése sí que puede permitírselo.

En la vejez, el pobre lo tiene más jodido que el rico, y perdonen el participio. Una plaza pública en una residencia tiene una lista de espera que tira de espaldas y en lo que tardan las ayudas a la dependencia uno ya se ha muerto. En cambio, quien tiene medios tiene cuidadores, acceso a residencias de postín y un largo etcétera de ventajas a su favor para cuidar a sus mayores. Al pobre, que le den.

En consecuencia, si sobreviene una crisis económica, las cifras de salud pública se resienten. Si, como ha sucedido en Cataluña desde 2010, las inversiones en sanidad se recortan con hacha y sin piedad, muere más gente de lo habitual. Hace un tiempo, descubrí que la mortalidad se había incrementado por encima del ruido estadístico desde 2010 y echando cuentas salían miles de muertos de más desde entonces. No me atrevo a dar la cifra y mejor que la calcule un entendido, pero en el Reino Unido se estimó que los recortes en la sanidad pública se habían llevado por delante a veinte mil británicos en un pispás.

Resumiendo: ser pobre mata. Dicho de otra manera, no ayuda a vivir más o mejor.

No hace falta irnos lejos para encontrar un buen ejemplo, uno más. En Barcelona, la esperanza de vida en los barrios altos es diez años superior a la de los barrios bajos. Diez años, que se dice pronto. En Madrid lo han calculado hace poco y también salen estos diez años de diferencia.

Tenemos la suerte de que España tiene un sistema de salud pública razonablemente bueno. Tenemos la mala suerte, eso sí, de que hacemos lo posible para cargárnoslo desde el gobierno, sea el español, sea el catalán. Los recortes presupuestarios se han cebado en la sanidad pública y las ayudas sociales cuando más las necesitábamos. Lo que hizo el Gobierno de los Mejores con la sanidad pública fue un horror y no seré el primero en denunciarlo. Lo que han hecho los gobiernos convergentes y sus amigos desde entonces hasta ahora no tiene nombre ni perdón.

Consultados los expertos en salud pública, me dicen que, si usted quiere que mejore la situación sanitaria del público y la gente viva más y mejor, lo de invertir más en sanidad pública y servicios sociales no estaría nada mal, pero también habría que tomar otras medidas urgentes. Por ejemplo, asegurar un buen sistema de pensiones y adecuar los ingresos de los jubilados al incremento de los precios al consumo. Subir el salario mínimo incrementaría la esperanza de vida de los españoles. Conseguir, no sé cómo, menos contratos de mierda y más contratos de trabajo dignos, que permitan un proyecto de vida, tampoco estaría mal. Facilitar el acceso a la educación y la cultura en igualdad de condiciones sería estupendo. Promover el deporte de base, fabuloso. Vigilar que no se vaya de madre el tema del coste de la vivienda sería otra ayudita muy bien recibida.

Pero aquí la salud nos importa un higo. En parte, porque quien manda ya tiene una mutua. Aquí nos gusta agitar banderitas y estar de los nervios, en un continuo sinvivir, mientras nos acosan las deudas y los alimentos precocinados. Luego dicen que la sociedad está enferma, o neurótica. ¡No me extraña! Quizá todo el follón de los últimos tiempos sea debido a una dieta hipercalórica.

Un filósofo, Rawls, decía que una sociedad es justa si usted tiene las mismas posibilidades para desarrollarse como persona nazca rico o nazca pobre. Cuanto menor sea la diferencia de oportunidades entre una u otra suerte, más justa será. Y más sana, añado, a la luz de tantas pruebas. Hasta más feliz. ¿Qué les parece si nos ponemos entre todos a construir una sociedad más justa y nos dejamos de tonterías?