Hace unos días, se celebró una reunión periódica de una comisión municipal encargada de supervisar la gestión del alumbrado público. Se rendían cuentas del programa de mantenimiento de un sector de la ciudad y se exponían temas tan áridos como la tasa de reposición o sustitución de luminarias o la inspección de amarres. Conozco a un ingeniero que estuvo presente en la reunión. «Esperaba la oposición de los representantes de la CUP», me dijo. «Siempre se oponen a todo, no me sorprendió su postura. Pero lo que todavía no entiendo es qué tiene que ver el heteropatriarcado con una bombilla de 150 W.»

Lo que no es más que la anécdota de un técnico enfrentado por primera vez a la estrambótica retórica asamblearia podría convertirse bien pronto en costumbre, si prospera el proyecto normativo del Reglamento de Participación Ciudadana que promueve el grupo municipal de la alcaldesa Colau en Barcelona. Porque tal reglamento pretende que «los procesos de toma de decisión públicos» (sic) no recaigan en las instituciones ni en los representantes escogidos democráticamente en las elecciones municipales, sino en «canales de participación» teóricamente democráticos, pero formados por personas que no han sido escogidas para ello y que no representan a nadie más que a sí mismos, pero que, por las razones que sean, el gobierno municipal escoge como «representantes de la voluntad popular». Tal cual. También promueve las consultas populares, que califica de «dimensión directa de la participación ciudadana» porque permiten «la posibilidad de decidir, sin intermediarios, una determinada actuación pública». Que decidan otros, a ser posible lo que yo quiero.

Vayamos por partes. La Atenas de Pericles tuvo su momento de gloria y forma parte de la leyenda, pero su democracia no es como nos la pintan. Apenas tenían derecho a voto el diez por ciento de los ciudadanos y el régimen de Pericles era una democracia dirigida y manipulada por grupos radicales. Para evitar que se hablara de la corrupción y los abusos de poder de él mismo y sus secuaces, Pericles optó por el recurso fácil de declarar la guerra a Esparta. Veintisiete años después, Atenas había quedado arrasada y nunca más volvió a levantar cabeza. Vivió una tiranía, una guerra civil, Sócrates fue envenenado y cualquiera que criticara a los demagogos, asesinado o expulsado de Atenas. Los inicios de la democracia fueron asamblearios, tumultuosos y nada halagüeños. Fueron los dolores del parto.

Han hecho falta tantos siglos de historia para conseguir un régimen democrático estable y eficaz, capaz de garantizar los derechos y libertades de los ciudadanos. No en vano nuestro sistema democrático es como es y ha ido perfeccionándose poco a poco. ¡No es casualidad que nuestro sistema político sea como es! Aquí y en prácticamente todos los países avanzados es el mismo, porque es el que mejor funciona. ¿Podría mejorar? ¡Naturalmente! De eso se trata, de mejorarlo continuamente. Pero los experimentos, mejor hacerlos con gaseosa. Si ahora se pretende dar un paso atrás y volver a sistemas asamblearios que la historia ha mostrado tantas veces fallidos, cuidado.

Se ha puesto de moda afirmar que la «participación directa» (eufemismo que significa «referéndum») es mejor que las decisiones que pueda tomar un Parlamento o un pleno municipal. No es cierto. El marqués de Condorcet, matemático, economista y revolucionario, dejó las cosas bien claras en su día y demostró que, obligados a escoger entre un «sí» o un «no», incluso entre varias opciones, los ciudadanos podrían acabar escogiendo una opción que la mayoría no comparte. Porque la verdad es que en la mayoría de las veces una persona racional no querría ni «sí» ni «no», sino algo entre medio, pero la «participación directa» no deja espacio para el acuerdo o la negociación y las opciones intermedias desaparecen. En democracia ni gano yo ni ganas tú, sino que llegamos a un acuerdo, o procuramos que nuestro desacuerdo no llegue a mayores. En un proceso de «participación directa» no cabe acuerdo posible y los radicales se adueñan del debate. Ha sucedido siempre así.

Bajemos a tierra un momento. ¿Ya nadie se acuerda de la consulta por el tranvía de la Diagonal? ¿Nadie recuerda su fracaso? Tanto ruido ¿para qué? Quien ahora defiende la «participación directa» resulta que también defiende un proyecto que fue rechazado... ¡en un proceso de «participación directa»! Cuánta coherencia. Claro que ¿cuántos ciudadanos votaron en contra del tranvía? ¿Un diez por ciento del censo? En su día, alguien dijo, mitad en broma, mitad en serio, que el alcalde Hereu había hecho un máster de cómo complicarse la vida tontamente. La historia no se repite, pero insiste, y la señora Colau parece que también se ha apuntado al máster. No hacía falta, en serio.

La «socialización de la responsabilidad» es muy cómoda: diluye la responsabilidad personal de los políticos y funcionarios y los libera de tener que responder de sus propios actos.

Las consultas ciudadanas hacen mucho ruido, pero traen pocas nueces y algunas de ellas, amargas. En Madrid se convoca una consulta ciudadana sobre la remodelación de la Gran Vía en la que no vota ni el diez por ciento del censo. Una consulta popular en Tortosa defiende mantener en pie un monumento franquista a la victoria en la batalla del Ebro, en la que vota a favor menos de un veinte por ciento del censo, pasando por encima de la Ley de Memoria Histórica, como si no existiera. Etcétera. Sobran los ejemplos. 

Luego, con el argumento de la «legitimidad democrática», uno hace lo que quería hacer desde un principio, pero librándose de molestas responsabilidades. Si sale mal, uno se saca las pulgas de encima hablando del «mandato popular»; si sale bien, uno se cuelga las medallas. En cualquier caso, la «socialización de la responsabilidad» es muy cómoda: diluye la responsabilidad personal de los políticos y funcionarios y los libera de tener que responder de sus propios actos.

Pero hay más. El reglamento propuesto para discusión en el pleno municipal de Barcelona va más allá de promover consultas ciudadanas a troche y moche. También otorga mucho peso a la «cogestión» y a los «procesos participativos». Consejos de ciudad o de barrio, fórums ciudadanos y otros «órganos de participación» se convierten en protagonistas de la vida política de una supuestamente más democrática Barcelona. Por supuesto, que no falte internet, para que los menos favorecidos sigan ajenos a los debates en la red, que serán patrimonio de compulsivos tuiteros, que expulsarán a las personas sensatas y las abuchearán por pensar diferente. 

Estos «procesos de participación ciudadana» corren paralelamente a la actuación reglada de los órganos políticos y de gobierno del Ayuntamiento de Barcelona. Son un instrumento político y de presión que puede alterar la política municipal, incluso sustituirla en algunos casos. Se duplica el debate, crece el ruido, pero lo más peligroso no es eso, sino a quién representan estos «órganos de participación». Hay suficiente con preguntar quién ha escogido a las personas que tendrán tanta influencia en la política municipal. Porque no (repito: no) han sido escogidas democráticamente. 

¿A quién representa una asociación de comerciantes, un sindicato, un club deportivo...? A sus socios, y muchas veces ni siquiera a todos ellos. ¿Quién participa voluntariamente en un «proceso de participación ciudadana»? Responderé con una pregunta. En las reuniones de vecinos, ¿qué vecinos quieren estar siempre en primera línea del debate? Esos. 

Un vistazo al reglamento y una lectura atenta de algunos de sus artículos es suficiente para descubrir que estos «órganos de participación» están viciados de entrada y pueden ser mecanismos dirigidos por el equipo de gobierno del ayuntamiento. Por un lado, tienen el instrumento de las subvenciones a las asociaciones ciudadanas, que pueden darse o retirarse con mil y una excusas. Por el otro, pueden escoger quién participa y quién no en un determinado debate. Si es democracia, esto, es democracia «dirigida» y no es, no lo parece, «representativa». Ni siquiera es «directa», como se predica. Los ciudadanos de a pie tienen pocas opciones de participar en estos «procesos participativos», dirigidos por sus patrocinadores de principio a fin. Entonces ¿qué papel juegan nuestros representantes, escogidos abierta y democráticamente en un sufragio universal? ¿Quién me representará a mí?

Si este proyecto sale adelante, tal y como está ahora, el heteropatriarcado de las bombillas será un tema recurrente en Barcelona. Si no, al tiempo.