En la Barcelona del coronavirus es perfectamente compatible salir al balcón a las ocho de la tarde para aplaudir a los sanitarios y luego, ya de noche, cuando todos duermen, colgar en la puerta de tu edificio un mensaje en el que le pides al vecino médico o enfermero que se vaya a vivir a otra parte mientras dure la crisis, no vaya a contagiar a la buena gente con la que comparte domicilio. También se puede acceder al parking del inmueble y ensuciar el coche de la vecina ginecóloga con una pintada en la que se la tilda de “rata contagiosa”, aunque esto ya es para nota: acaba de suceder en nuestra querida ciudad y, de momento, no se ha localizado al autor de la infamia.

Imagino a todos los vecinos de ese edificio devanándose los sesos para averiguar la identidad de ese monstruo con el que conviven, pero me temo que no llegarán a ninguna parte porque el supuesto monstruo puede ser cualquiera de ellos, tal vez quien menos lo parezca: puede que sea ese señor tan simpático que le abre la puerta del ascensor a las mujeres o esa viejecita que siempre tiene palabras amables para los niños; seguro que es alguien que forma parte de ese colectivo que suele conocerse como “la buena gente”. Estoy convencido, además, de que el “monstruo” cree actuar de buena fe, pensando en el bien común -por lo menos, el del cartelito; el de la pintada en el coche, no tanto-, como en el París ocupado por los nazis también pensaba en la seguridad de sus vecinos el que denunciaba a un judío a la Gestapo. Ese miserable también creía formar parte de “la buena gente”, y el que ha llamado “rata contagiosa” a una ginecóloga barcelonesa no luce cuernos y rabo, sino que es exactamente igual a sus vecinos. Su deficiencia moral solo ha salido a la luz bajo presión, ya que, cuando no pintan bastos, es muy fácil ser bueno. O aparentarlo.

Nuestros políticos siempre hacen referencia en sus discursos a “la buena gente”. En el caso de Cataluña, la buena gente es el pueblo catalán en general, enfrentado a “la mala gente”, colectivo compuesto por los españoles y por aquellos catalanes que no lucen el lacito amarillo y no sienten como deberían los colores de la senyera. Yo, por regla general, cada vez que oigo hablar de “la buena gente”, me echo a temblar, pues sé de la cantidad de miserables que alberga ese concepto. Es en situaciones excepcionales cuando “la buena gente” se retrata, ya sea delatando a un judío, pidiéndole a un enfermero que se vaya a dormir debajo de un puente mientras dura la amenaza vírica o ensuciándole el coche a una ginecóloga. La buena gente vive bajo el síndrome del doctor Jekyll y el señor Hyde. A las ocho, al balcón a aplaudir. A las dos de la mañana, spray en mano, a ensuciar el vehículo de la vecina a la que suele saludar amablemente cuando se la cruza en la escalera.

Todo perfectamente compatible. Todo típico de la buena gente. Cuando el barco se hunde, la buena gente es la primera en llegar a los botes salvavidas, arrojando al mar a mujeres y niños si es preciso. En circunstancias normales parecen seres humanos dignos, pero cuando atisban la más ligera amenaza a su supervivencia, actúan como esa rata contagiosa que han querido ver en una vecina que se está dejando la piel para que las cosas mejoren. Dios nos libre de la buena gente, que de la mala ya nos encargamos nosotros.