La mayor preocupación de los barceloneses es la inseguridad, según las últimas estadísticas cocinadas por el Ayuntamiento. Es el asunto que más pone de los nervios a la alcaldesa, que se empeña en negar lo que es evidente. Su excusa es tan vieja y recurrente que ya no se la creen ni sus sociólogos de cabecera: no hay inseguridad, sólo se trata de una percepción de la gente. Lo demuestra que ha disminuido la cifra los delitos respecto al año anterior y comparan Barcelona con otras ciudades del mundo que están peor. Es la versión hapy flower y pijo-progre. Y quien diga lo contrario o es neofascista como la alcaldesa de Madrid, o de la ultraderecha que manipula un tema tan delicado para criticar al Ayuntamiento y hacer demagogia.

La realidad y las cifras son tozudas, porque la inseguridad, o la percepción de inseguridad, no se basan únicamente en la estadística de delitos, sino también en otras cosas como el riesgo de ser arrollado por bicicletas y patinetes. O sufrir más angustias a causa del caos y cortes de circulación. Y hay que sumar el peligro de que entre tanto demente suelto  y el clima de agresividad latente pasen más incidentes como palizas por la cara, insultos y odios por cualquier cosa o ideas. Además de hechos violentos como barricadas, incendios, saqueos, bandas de bandidos menores y mayores, aceras atrofiadas, okupas al acecho en cada esquina e incívicos que no respetan normas ni pautas de buena educación y convivencia.

Además, la incertidumbre y los daños psicológicos colaterales de la pandemia dan como resultado que un 30% de la población se iría de Barcelona, si pudiese. Si fuese una ciudad hecha para pasear, feminista, progresista, solidaria, bonita, amable, acogedora y otras falsas promesas de la cuadrilla de la alcaldesa, el personal no se marcharía. Y menos ahora que ya no está abarrotada de turistas culpables de tantos males. Ni hay tantas tentaciones de las corruptas sociedades de consumo porque cierran negocios, hoteles, tiendas, bares… Ni burdeles catalanes, porque los están comprando a tocateja aquellos chinos capitalistas que aún huyen de Mao y sus consecuencias.

Ahora que Barcelona se parece más a las ciudades de la Alemania del Este que quedaron desiertas cuando el proletariado se fue a vivir y a trabajar a la Alemania libre. O a la Detroit en ruinas cuando desapareció su industria automovilística. Y al Quebec que perdió empresas, bancos, población y PIB después de los Juegos Olímpicos de 1976 y los referéndums independentistas de 1980 y 1995. Ahora que el llamado socialismo real y los paraísos comunistas y anarquistas están a la vista y al alcance de la mano, a la gente le da por escapar antes de que sea demasiado tarde y Barcelona se hunda aún más en su propia degradación y desgracia. Que lo más valorado por la ciudadanía sea el cuerpo de bomberos, indica de quién puede fiarse y recibir algún auxilio, así como la poca fe y esperanza que inspiran Colau y compañía.