La pasada semana el Gobierno de Barcelona presentó los datos sobre accidentalidad. La conclusión es clara: los accidentes han subido a lo largo de la legislatura. En 2015 Colau se hizo cargo de la alcaldía. Ese año se registraron en la ciudad 9.095 accidentes. 2018 se cerró con 9.180. El número de muertos pasó de 12 en 2017 a 21 el pasado año y aunque el de heridos graves bajó en 2018 (238), respecto a 2017 (241), si se toman los años anteriores, la cosa pinta igual de mal: porque en 2015 fueron 199 y en 2016, sumaron 194.

Se pueden buscar muchas explicaciones a este hecho. Una es el aumento de la actividad económica y, con ella, el incremento de la movilidad. Otra es el desprecio a las leyes que lleva al desgobierno.

La anarquía es un bello proyecto que puede resultar simpático a mucha gente. Los anarquistas sostienen que si se suprimieran los gobiernos, todo iría mejor. De momento no se ha podido comprobar si sería así, pero lo que sí es cierto es que la falta de gobierno (el desgobierno) tiene consecuencias nefastas para el conjunto de la población. Hoy por hoy, no pocas leyes sirven más para proteger al débil que para machacarlo. Pero en Cataluña y Barcelona se ha impuesto la tesis de que las leyes que son injustas se pueden desobedecer cuando se quiera. Lo dice Torra, que no es seguro que haya reflexionado sobre el papel de la ley, y lo ha dicho también Ada Colau. El problema estriba en saber quién decide que una ley es injusta. ¿Cada ciudadano? ¿Se puede entrar en un banco y expropiar la caja? ¿Puede alguien llevarse los leones de Colón y venderlos como chatarra?

Cierta izquierda, con un empacho de cinco euros de Rousseau, se ha dedicado a explicar que las leyes son siempre un instrumento de dominación de los poderosos sobre los oprimidos. La clave, sin embargo, de tal afirmación es el “siempre”. La reforma laboral votada por el PP y los chicos de Puigdemont cumple esa regla, pero no lo hacen las que universalizan la sanidad o generalizan el derecho a la educación. Tampoco las de tráfico.

Buena parte de los accidentes se debe a la indisciplina viaria, principal motivo también de los colapsos en el tráfico de la ciudad. Y es en parte así porque el consistorio no tiene en cuenta que defender que los peatones puedan ir seguros por las aceras o que los autobuses puedan circular de forma rápida por el carrilbús no responde a medidas represivas y recaudatorias. Buscan defender los derechos del más débil: el viandante y el usuario del transporte público. Cuando se toleran las infracciones, se deja el espacio público para el más fuerte, si además es un desaprensivo. Y la cosa deja de llamarse tolerancia para convertirse en permisividad.

El resultado de esa permisividad no exenta de desidia es visible para cualquier barcelonés: las aceras son utilizadas por patinetes, bicicletas y motos. Los talleres de éstas dejan decenas y decenas en las aceras, incluso cuando el espacio que queda para los peatones es mínimo. Los semáforos se respetan tan poco que se ha hecho popular un chiste: un ciudadano viaja en un taxi que se salta todos los semáforos en rojo de la calle de Aragón (por cierto, la que registra mayor número de accidentes). El usuario le pregunta al taxista si no teme chocar con otro vehículo en cualquier cruce. “No, que va. Mi hermano hace esto siempre y nunca le pasa nada”. De pronto, sin embargo, para frente a un semáforo en verde. “¿Cómo hace usted eso”, pregunta el pasajero”. “Es por si pasa mi hermano por la calle que baja”.

Así van las cosas en las situaciones de desgobierno: los ciudadanos improvisan sus propias normas con la consiguiente inseguridad general.

Otro gallo les cantara si dedicaran a la circulación el mismo cuidado que ponen en la defensa de los lazos amarillos y otras zarandajas similares que en nada mejoran la vida de la gente. Pero claro, entonces igual les criticaban en TV3.