Hace más de 82 años en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, un discurso de Miguel de Unamuno se hizo célebre por una frase atribuida al entonces rector: “Venceréis, pero no convenceréis”. El discurso contestaba a los improperios que iba lanzando desde el público el famoso fundador de la Legión y personaje destacado del Golpe de Estado que se iba a producir justo al día siguiente de este evento, José Millán-Astray. “¡Muera la inteligencia, viva la muerte!” gritó el militar mientras el filósofo trataba de argumentar. En efecto, tras los años de la cruel Guerra Civil, la muerte venció a la inteligencia y avocó a España durante cuatro décadas a la peor época de su historia.

Hace unas semanas, en la tarde del 10 de diciembre, el periodista Enric Juliana y el político y politólogo Pablo Iglesias presentaban un ensayo dialógico en una librería de Rambla Catalunya en la que me encontraba. Su título recuerda la trascendente coyuntura de crisis política actual y la bautiza con un nombre que evoca preocupación: “Nudo España”. No obstante, la conversación entre los autores tendía a la distensión y el sosiego, más por los tonos que por los contenidos, eso sí. Aproximadamente hacia la mitad de la presentación, unos gritos sonaron aproximándose desde la calle. “¡Viva Franco, traidores!” parecían entonar unas cinco personas encapuchadas mientras ondeaban banderas rojigualdas. Durante unos 10 minutos, los enmascarados increparon a los ponentes y asistentes dentro de la librería hasta que entre libreros y algún que otro personal de seguridad lograron que se marcharan.

Días después, las sedes de Podem Catalunya y de Barcelona en Comú amanecieron con pintadas de La Falange en sus puertas con amenazas e insultos por razones ideológicas y, durante esta semana, hemos presenciado también alguna que otra pintada de odio en sedes del PSC. Diciembre ha mostrado la cara más oscura de la irracionalidad política, aquella que desprecia libros y diálogos y que homenajea la muerte y la sordera. El hooliganismo político parece envalentonarse y pretender romper el diálogo a base de banderazos.

Es triste la capacidad de algunos para ponerse del lado de cualquiera que defienda los colores por encima de la mayoría de las cosas. De esos que defienden a gritos una idea muy pequeñita de lo que significa un país, dejando fuera de él a quien no comparta dogmas y clichés. El patriotismo de solemnidad no es más que la negación de la democracia y el camino más rápido hacia la exclusión. El espíritu compartido que de verdad hace patria es la fraternidad, es poder llegar a fin de mes con solvencia, es tener una vivienda digna en la que habitar y un entorno que compartir.

Vivimos tiempos políticos convulsos y llenos de incertidumbres. Cargamos con el peso de una crisis social que afecta especialmente a los barrios populares, aquellos que acostumbran a presenciar comitivas de desahucios y que echan el resto para no sumarse al indigno carrusel de expulsiones producto de la precariedad laboral y la especulación. Algunos aprovechan la desesperación para cargar contra el vecino, olvidando que mientras todos nos empobrecemos, no son muchos los que siguen sacando tajada. Esto no se arregla ni odiando, ni tapando la boca a nadie, ni mucho menos compitiendo a ver quién pone la bandera más grande. El nudo que aprieta la esperanza por recuperar la ilusión necesita mucha escucha, sobre todo a quienes llevan, cuanto menos, una década con el agua al cuello. Hablemos de lo que nos importa, pongamos sobre la mesa el patriotismo de las cosas de comer. La antipatía no desata nada, el diálogo lo puede todo.