Vivimos en una sociedad postromántica. Charles Baudelaire, Samuel Coleridge, Thomas de Quincey y muchos otros nos enseñaron que ya no valía el juicio moral de la Ilustración y que tocaba recorrer una carrera hacia el infinito, aunque fuese a costa de vender la propia alma a las fuerzas del mal. Nacieron entonces figuras literarias como Mefistófeles y Fausto (Goethe), Lucifer y Caín (Byron).

Los románticos sembraron los remolinos de la liberación sexual, de la estética diabólica, del nacionalismo violento y, en realidad, recogimos las tempestades del horror de dos guerras mundiales que descompusieron el mundo. Este panorama hizo que un hombre como Stefan Zweig, falto de esperanza, pudiera suicidarse y que, años después del Holocausto, Hannah Arendt postulase la banalidad del mal. Un siglo XX lleno de contradicciones.

El siglo XXI, con su globalización y la revolución digital, han hecho el mal aún más atractivo. Las pantallas digitales han transformado el “mal materia” en el “mal luz”: Hoy ya se pueden cometer crímenes sin salir de casa, sin ensuciarse las manos. Nunca tanta exterioridad había hecho tanto daño a tanta interioridad. “El crimen –postuló Thomas de Quincey en 1827– debe ser considerado como una de las bellas artes.” Pero el crimen es crimen: “En la almohada del mal Satanás Trimegisto va meciendo nuestra alma con siniestra piedad; y su humor corrosivo, sabiamente previsto, hace un polvo sutil de nuestra voluntad.”

No hay en Barcelona crímenes horribles, sangrientos asesinatos. No hay, aparentemente, envenenamientos, venganzas pasionales ni ajustes de cuentas. El crimen nunca llega a constituir obra de arte; no hay crímenes perfectos, ni es posible hacer anatomía del asesinato. Sin embargo, las estadísticas demuestran que es la ciudad más insegura de España. Hay cada vez más hurtos, robos con fuerza en domicilios y comercios, y violencia sexual. El demonio existe en Barcelona.

Hay cada vez más hurtos, más robos con fuerza en domicilios y comercios, y violencia sexual. La sangre no llega al río, pero cada vez hay más. Vuelvo a Baudelaire: “Los hilos de la farsa los mueve Satanás y vamos al abismo, entre sombras que hieden descendiendo en un vértigo, sin pararnos jamás.” No es que quiera asustarles; es que mi deseo es sembrar el terror entre ustedes. Porque el demonio existe en Barcelona.

Hay un matrimonio de ancianos que van a misa el domingo y, mientras, la polilla del ladrón descerraja sus puertas y les roba su alianza de casados. Hay un bar regentado por chinos y, mientras sirven coca-colas, les entran en casa con una copia de las llaves. Hay un ginecólogo con un colchón de billetes en el colchón y, mientras paren las madres, les roban el pan de cada día unos chorizos con formación para-militar.

En 1968, con letra inspirada en los románticos franceses, The Rolling Stones sacaba una de las mejores canciones del rock de todos los tiempos —Sympathy For The Devil, Simpatía por el diablo—. Pero más vale que ahora Barcelona y sus alcaldables no tomen nota de esta letra de Mick Jagger, porque el demonio todavía existe y pasa muy cerca de nosotros.