Suena muy raro oír a la alcaldesa de Barcelona hablar de orden público. Desde que llegó al ayuntamiento en 2015 siempre se ha manifestado refractaria a todo lo que suponga la autoridad y el respeto de las normas cívicas. De hecho, desmanteló la unidad antidisturbios de la Guardia Urbana para convertirla en una especie de los vigilantes del medio ambiente. Una transformación fruto de una ingenuidad progresista muy perjudicial para la ciudad.

Han tenido que producirse los graves acontecimientos de las fiestas de la Mercè para que Ada Colau haya caído del caballo. Fiel estilo impostor que domina la política española, se ha dado el costalazo tratando de eludir responsabilidades para trasladarlas a la Generalitat y, más concretamente, a la Consejería de Interior.

Ella ha lanzado la piedra y ha escondido la mano. Albert Batlle, el teniente de alcalde de Seguridad, ha sido el encargado de señalar al independentismo y su desobediencia como los gérmenes del sindiós que en este momento reina en las calles de las ciudades catalanas. Y tiene razón cuando cita a Quim Torra y a Laura Borràs como animadores públicos de Tsunami Democràtic, CDR y cualquier otra fórmula de terrorismo de baja intensidad en su política de confrontación con el Estado, como si ellos –presidente del Govern y presidenta del Parlament-- no formaran parte del Estado. Y muy bien pagados, por cierto.

Se pueden adoptar medidas para evitar esa kale borroka, desde multar a los padres de los adolescentes que participan en los alborotos a sancionar, o cerrar, a los establecimientos que les venden alcohol, incluso impedir por la fuerza las concentraciones antes de que sean multitudinarias. Pero, previamente y en paralelo al análisis de las razones de fondo de los disturbios, en ambos lados de la plaza Sant Jaume se tiene que producir un cambio de actitud respecto a la violencia. Nunca puede estar consentida ni justificada.

Es evidente que sobran las razones para reclamar la dimisión de la alcaldesa, como harán en el pleno extraordinario de hoy varios grupos de la oposición municipal. No ha estado a la altura y encima cuando da la voz de alarma es para quitarse las pulgas de encima. La Guardia Urbana, que siente hostigada desde la propia alcaldía, lleva años reclamando inútilmente una política de seguridad que merezca ese nombre.

Por su parte, Joan Ignasi Elena, que dirige Interior a medias con la CUP, debería estar tan en la picota como Colau. El antiguo militante socialista, hoy en las filas de ERC, es cómplice de la desobediencia cívica que fomenta la Generalitat independentista y se ha prestado a poner a la policía autonómica en el centro de la diana, como han exigido los anticapitalistas.

Una vez más, los partidos con responsabilidades de gobierno en Cataluña tratan un grave problema como arma arrojadiza contra los adversarios políticos sin hacer nada para solucionarlo. ERC y JxCat hacen bien al pedir cuentas a la alcaldesa, pero ambos se opusieron a la creación de una comisión de estudio del fenómeno de los botellones en el Parlament porque entendieron que Barcelona en Comú quería centrifugar el problema.

Y es posible que tuvieran parte de razón, pero también lo es que las graves alteraciones de orden público durante las fiestas nocturnas no son exclusivas de Barcelona. Como han denunciado alcaldes de poblaciones costeras, el centralismo en Cataluña está tan arraigado que los problemas solo existen cuando se producen en la capital.