Ada Colau tiene soluciones para todo y, cuando algo sale mal, la culpa siempre es de otro. Hace unos días, en una de sus habituales sobreactuaciones patrióticas en beneficio de los lazis –que la detestan, se ponga como se ponga-, se lanzó a defender la inmersión lingüística ante el supuesto atropello del Tribunal Supremo, que obliga a impartir el 25% de las clases en castellano, y lo hizo enviando a la privada a los que quieran más clases en la lengua mayoritaria de Cataluña. Ella sabe que la escuela pública sale más o menos gratis y que la privada cuesta un dinerito. Puede que entre quienes demandan más castellano en las aulas haya algunos potentados, pero en la inmensa mayoría del colectivo abundan los que van justitos de pasta, los precarios y los pobres, a los que condena a tragarse la inmersión tanto si les gusta como si no. Una actitud no muy de izquierdas, diría yo.

El otro día, ante la trágica muerte de una familia de okupas rumanos (padre, madre, un crío de tres años y un bebé), Ada se apresuró a echarle la culpa del desastre al banco propietario del local en que se declaró el funesto incendio. Ciertamente, los bancos podrían hacer algo más con las oficinas que abandonan: como me comentaba un amigo, no les costaría nada tapiarlas con un muro de ladrillo que les costaría cuatro cuartos. ¿Pero quién les garantiza que el Ayuntamiento no pone a disposición de los señores okupas picos y palas para echar abajo el muro y que puedan acceder tranquilamente a una propiedad privada? Barcelona es la ciudad española con más okupación, y en ello ha jugado un papel relevante la administración Colau, con su actitud tolerante (rayana en el fomento de tan discutible actividad) con respecto al asunto. Y entre la masa de okupas barceloneses se calcula que hay más de doscientos menores de edad sobre los que los servicios sociales deberían tener algo que decir, me parece a mí.

Sostiene el Ayuntamiento que la familia rumana de la plaza Tetuán estaba supervisada por los servicios sociales, aunque no sé yo si permitir que un niño de tres años y un bebé vivieran en esas condiciones puede considerarse lógico y razonable. La última inspección no había detectado peligro alguno en la sucursal bancaria okupada, aunque todo parece indicar que robaban la electricidad de donde podían y que esas iniciativas suelen gastar bromas de muy mal gusto. Los difuntos habían recibido 88 visitas del ayuntamiento. Como se dedicaban a la chatarra, no era fácil instalarlos en otro sitio, y además se mostraban reticentes a hacerlo, aunque compartían la seudo vivienda con cuatro jóvenes paquistaníes con los que no se llevaban muy bien. Da la impresión de que aquí ha fallado todo: el padre de familia que, empujado por la miseria, es incapaz de ofrecer un alojamiento seguro a su prole; el banco que abandona sus locales y se desentiende de ellos; el Ayuntamiento que contempla con simpatía supuestamente progresista y anti sistema a los okupas; los servicios sociales que, pese a sus múltiples visitas, no acaban de ver la necesidad de acabar con una situación insostenible. Y así hasta que un mal día salta una chispa, se declara un incendio y la diñan cuatro seres humanos. Reacción de la alcaldesa: la culpa es del dueño del inmueble y a mí que me registren.

El mísero okupa que no sabe dónde meterse está, socialmente hablando, unos escalones por debajo del castellanoparlante pobretón condenado a la inmersión lingüística de sus hijos. Uno y otro merecerían un trato distinto por parte de la alcaldesa de Barcelona. Decir que la culpa de la muerte del primero es de un banco y que el segundo recurra a una escuela privada que no se puede permitir es de una frivolidad que roza el cinismo. Así se las gasta nuestro mal menor particular mientras duda en si volverse a presentar para alcaldesa de Barcelona o si se lanza a la política nacional bien enganchada a Yolanda Díaz: ella, a lo suyo y el que venga atrás, que arree.