Con toda su artillería pesada, ciertos medios de comunicación han dado eco recientemente a voces que han centrado sus preocupaciones en “el adoctrinamiento del alumnado catalán”. Con más desatino y desconocimiento hacia la realidad de las aulas, tan diversa como llena de tensiones de todo tipo, se ha llegado a insinuar que el sistema educativo catalán se había convertido en algo parecido a lo que fue el sistema de educación franquista, siguiendo las directrices de algo así como el Movimiento, pero al estilo vernáculo. La cuestión es que ninguna de esas soflamas fue emitida desde las propias escuelas, ni el profesorado, ni el alumnado, ni tan siquiera el servicio de limpieza o comedor de los centros escolares se les escuchó manifestando nunca por tremenda insinuación.

Si escucháramos lo que la comunidad educativa tendría que decir sobre el estado de la escuela catalana, nos diría probablemente cosas muy diversas, como lo es el propio territorio catalán. Si preguntáramos en Barcelona, quizás nos llamaría la atención algunos detalles que, no por evidentes, tienen cobertura mediática alguna. La capital catalana nos descubre un particular panorama protagonizado por una enorme desigualdad de recursos y de acceso, pero también una significativa segregación cultural y en términos de clases sociales.

Hace unos años, en 2012, trabajando con la Asociación de Vecinos y Vecinas de Hostafrancs en un proyecto de evaluación barrial, nos llamó la atención un dato que comparaba a dos escuelas separadas por una plaza. Una de ellas, pública, con más de un 90% de alumnado nacido fuera de Catalunya, la otra, concertada, con poco más de un 15%. Además, la concertada dispone de estupendas instalaciones deportivas y de ocio, mientras en la pública de enfrente, en un edificio que data de la época republicana, la hora del patio se lleva a cabo en el único espacio abierto a su alcance: la plaza. No es un dato aislado. Es un reflejo habitual de lo que sucede en muchos barrios de la ciudad donde su vecindad más joven ha normalizado un proceso que podríamos asemejar a algo parecido a la guetización del ámbito escolar. El curso pasado se dio el caso de que cuatro escuelas concertadas en Barcelona (una en Sants, otra en l’Eixample, y otras dos en Sarrià) no tenían a ningún alumno inmigrante matriculado. En Nou Barris, el centro público con más alumnado de origen extranjero llega al 52%, mientras el concertado del mismo distrito con más extranjeros apenas llega al 19%.

Mientras ya sabemos que Barcelona es una ciudad desigual, la segregación escolar es aún más profunda y, esto no es un asunto casual ni natural. Viene fomentado desde el desarrollo de un sistema educativo que en Barcelona ha encontrado una de sus imágenes más paradigmáticas en términos de desigualdad y segregación. Cerca del 60% de los centros escolares barceloneses son escuelas concertadas o privadas. Comparadas con cifras más allá, estamos ante un panorama llamativamente anormal. En España, el 68% del alumnado está escolarizado en centros públicos, aún por debajo de la media europea, que se eleva al 81%.

Teniendo en cuenta que, además, la inversión en educación pública en Catalunya disminuyó de media en más de un 16%, recortado un 5% menos en la concertada; que destina un 3,7% de su PIB a esta partida, mientras el nivel estatal se encuentra entorno al 4,3%; o que el gasto de las familias catalanas en la educación de sus hijas e hijos supera los 550€ de media al año frente a los 400€ estatales, nos encontramos ante un sistema infrafinanciado que, además, es una fábrica de desigualdad social.

No es fenómeno menguante y está repleto de extrañezas políticas constantes, como que el presupuesto público concierte a centros que segregan también sexualmente o que en 2012 y 2014 la Generalitat llegara a desviar 81 millones previstos para guarderías públicas que acabaron en centros de enseñanza concertada… El sistema educativo público catalán tendrá muchos problemas, pero la mayoría de ellos se desencadenan desde su urgente falta de recursos para afrontar las enormes complejidades que presentan los contextos urbanos postindustriales como el de Barcelona. Enormemente azotados por una precarización galopante y por una globalización imparable, la escuela catalana, especialmente privatizada en su capital, hoy en día se enfrenta a un escenario de fragmentación social cultivado desde el desinterés institucional por que la educación sea el garante de las posibilidades sociales. Su problema no tiene nada que ver con los relatos de su profesorado, tan diverso como la realidad política catalana, ni con un idioma vehicular que convierte en bilingüe (cuanto menos) a su ciudadanía por igual. Su principal dificultad es que nadie parece haberse preocupado por convertirla en el primer ariete contra la desigualdad, sino todo lo contrario.