Empecemos bien, no vayamos a malinterpretarnos: no es que si te identificas con lo que voy a escribir en este artículo te habré llamado imbécil. No. No es lo mismo ser un imbécil («tonto o falto de inteligencia», según el DRAE) que hacer algo como un imbécil.

Hecha este importante precisión, vamos al asunto, que se deriva de esta pregunta: ¿cruzas la calle como un imbécil? Estoy seguro de que no se te ocurriría ir de una acera a otra de, pongamos, la calle Balmes mientras miras alelado el vuelo de una paloma, lo alto de un edificio —por bello que fuera— o sin despegar la vista del libro, en el bien entendido caso de que seas un anormal que todavía mantiene la sana costumbre de leer buenos libros, de esos que no te dejan apartar la mirada de sus páginas.

Sin embargo, es posible y hasta probable que formes parte de ese ejército de zombis que cada día (con sus respectivas noches) transita de aquí para allá los pasos de peatones con los ojos clavados en la pantalla del móvil, mientras lee o incluso escribe un mensaje que, ¡obviamente!, es tan urgente que no puede aguardar el llegar a la otra acera para ser leído y quizás respondido. Porque seguro que tu destino y aun el de la Humanidad dependen de la celeridad con que te ocupes de ese mensaje crucial.

Hace unos días leí que en Buenos Aires los geniales políticos que gobiernan la ciudad están pensando en colocar luces LED en el borde de las aceras, junto a las sendas peatonales, para que los usuarios compulsivos del móvil se percaten cuando el semáforo les prohíbe o les permite el paso sin que tengan que apartar la mirada de la pantallita.

Los más rápidos con la mensajería instantánea parecen los más lerdos, paradojas de la tecnología.

Lo que nos ha empujado a convertirnos en homo videns, en animalitos desenfrenados por la pulsión de ver, es la curiosidad por saber cómo es el otro, qué hace el otro, qué piensa, qué dice, combustible necesario para poner en funcionamiento el motor del deseo. Vamos y venimos del yo al otro y del otro al yo, en lo que bien podría llamarse una pulsión de conectividad, como un enjambre de abejas que se rozan y se reconocen por el zumbido, el aspecto y determinado movimiento ritualizado. Y dado que esos otros de los que libamos no siempre están al alcance de un vuelo próximo al panal, la conectividad pasa por estar más horas conectado a internet, ya sea para jugar, trabajar o, sencillamente, estar conectado enviando y recibiendo mensajes de trascendencia vital.

Para quienes debimos aprender a amar, odiar o ser indiferentes, a pedir, requerir u ofrecer, a necesitar y a ser necesarios, todo ello en un obligatorio cara a cara, esta pulsión de conectividad que pasa sí o sí por un gadget electrónico puede resultar ajena, distante y disruptiva. Para los nacidos y crecidos en esta cultura, no hay intercambio sin la mediación de esos artilugios tecnológicos que son mucho más que eso: son un aparato en torno al cual giran las identificaciones, los viajes de ida y vuelta al panal.

Y ahora podemos volver con la pregunta: ¿cruzas la calle como un imbécil?