Voy y pillo un catarro. Me esperan siete días de agonía: mocos, estornudos, malestar... Si no tomo nada para aliviar mis males, siete días serán. Si, por el contrario, asalto una farmacia y me compro unos analgésicos, me gastaré unos diez euros a más tirar y quizá me alivie un poquito, pero seguirán siendo siete días de infortunio. Invocar a Santa Hildegarda es, me dicen, un remedio eficacísimo contra el resfriado; tanto es así que gracias a su socorro el constipado sólo dura siete días.

Pero no hay nada como un buen remedio homeopático. Verán y comprobarán. Primero, un tratamiento preventivo. A la que vemos que se acaba el verano, tomamos una pastillita de azúcar cada tanto, a veinte euros la caja. Unas cuantas cajas después, pillamos el catarro, porque lo pillamos, fijo. Entonces se precisa el tratamiento homeopático más contundente, a veinte o cuarenta euros la caja, según, que conseguirá (fíjense qué maravilla) que el resfriado desaparezca justo en siete días. ¡Quién nos lo iba a decir! ¡En siete días!

La homeopatía es una estafa. Punto. No hay más. Llevamos diciéndolo años y años. Es una tomadura de pelo sin fundamento alguno. No es más que un negocio. Si un médico se dedica a la homeopatía, o es un sinvergüenza sin escrúpulos o su formación médica es altamente deficiente. Si no es médico, ni les digo. Y las multinacionales que se forran vendiendo azúcar a un precio varias veces superior al del oro son poco menos que criminales. Fin.

En apariencia, las bolitas de azúcar o las gotitas de agua que reparten los homeópatas son inofensivas. Sólo en apariencia. Porque luego pasa lo que pasa y un enfermo abandona los tratamientos médicos con el cuento de la homeopatía y la diña, o sobrevive de milagro porque, en el último momento, cae en manos de médicos de verdad. Poco a poco, más y más voces se van sumando a la denuncia de esta estafa, que (eso pienso yo) tendría que ser considerada un delito contra la salud pública. No todos comparten mi opinión.

A mí me funciona, dirá uno. Vale. Pues a mí lo de Santa Hildegarda me va de narices, y más desde que me vacuno de la gripe cada año. Es que las empresas farmacéuticas... ¡Si te contara...! Vale, bien. Las empresas farmacéuticas las conocemos todos y algunas de sus prácticas son censurables, pero las multinacionales que venden homeopatía, ¿qué? Te roban cientos de millones de euros al año vendiendo bolitas de azúcar y no es lo mismo, ¿verdad? El médico que receta homeopatía a un enfermo de cáncer ¿qué es? No sé lo que será, pero lo que sea me parece repugnante. Etcétera.

El debate de la homeopatía vale lo mismo para tantas y tan mendaces «terapias» alternativas, como el reiki, la acupuntura, la bioneuroemoción, o la estevia del señor Pàmies, que, por cierto, creo, continúa en libertad sin cargos contra la salud pública, algo que no me explico.

Pero quien emplea la razón, el espíritu crítico y una sana dosis de escepticismo difícilmente podrá conversar con quien se ha dejado arrebatar por una fe que no admite razones. Me lo dijo un conocido y resumió el problema la mar de bien: «La gente cree porque quiere creer». Luego añadió: «La verdad importa poco». Al final, algunos, de tanto mentir, de tanto dejarse engañar, acaban creyéndose sus propias mentiras o las del prójimo, y no admiten discusión.

Lo mismo ocurre en la política.

Ahí es adonde quería ir a parar. La política ha de ser un ejercicio racional, basado en hechos, evidencias y realidades. Y los políticos tendrían que dar ejemplo en ese sentido, y debatir qué hay que hacer con el espíritu crítico en su sitio y bien dispuesto. Eso decían los griegos y los romanos, eso defendían los humanistas durante el Renacimiento, esa máxima abrazaron los filósofos ilustrados y luego vino el Romanticismo y se jodió todo.

Herder nos salió con el Volkgeist y si uno suma la bicha al Absoluto de Hegel, la tenemos liada. Para los lectores que acaban de preguntar de qué me está hablando este hombre, les diré que la creencia de que un pueblo es un ente con vida propia más allá de la vida de los individuos que lo forman es, a mi juicio, una solemne memez, y eso es lo que decía Herder; que ese Espíritu del Pueblo autónomo tenga que encarnarse en un Estado (Absoluto, que ahora habla de Hegel) es ya como creer que se me va a materializar un fantasma delante de las narices. Ya les avanzo que yo no creo en semejantes tonterías.

Desgraciadamente, el hijo de ambas ideas es lo que conocemos como nacionalismo, un mal crónico de nuestro tiempo, del que me temo que no nos podremos librar. Si le damos poco de comer y no le hacemos caso, siempre nos dará la murga, pero no molestará demasiado. A poco que lo vayamos alimentando, se convertirá en algo fétido. Será fácil que entonces se junte con malas amistades y acabemos todos de muy mala manera.

Herder era teólogo y sin querer instauró la forma moderna de una religión que quiere ser creída, porque a todos nos gusta creer que somos «especiales», «diferentes». Naturalmente, este ensueño no se basa ni en hechos ni en evidencias, pero ¡cómo nos gusta ser considerados únicos! Además, nadie quiere ser diferente para ser menos que el vecino, sino más, porque somos así. De esta cualidad humana nacerán supremacismos, racismos, clasismos y muchos ismos que, todos juntos, ponen los pelos de punta. El «nosotros» y el «ellos» será el síntoma de la enfermedad, un culto (porque es un culto) que fácilmente se convierte en fanático y que contamina, día sí y día también, nuestra política.

El problema es que el fanatismo religioso no atiende a razones; ni se basa en ellas ni le importan. Por eso, cuando predico una política basada en evidencias y con un mínimo de sentido crítico, los seguidores de ese credo me echan a los perros. Por ejemplo, cuando predico la ecuanimidad (que no la equidistancia, que no es lo mismo). Si tal cosa la hacen «ellos» es mala malísima, pero si la hacemos «nosotros» ya no; a veces es incluso buena buenísima. Pues, no. De ninguna manera. ¡Qué va a ser buena! O es mala aquí y allá o es buena para ambos, no hay tu tía.

Propongo pensar de la siguiente guisa: cambia «nosotros» por «ellos» y a ver qué te parece. Sin hacer trampas, ¿eh? Cambia el color de la bandera, cambia el nombre del sinvergüenza que roba a manos llenas... Puesto ante contradicciones e incoherencias, ante distintas varas de medir, el fanático sólo responde con la rabia. Compruébenlo. Nos dejamos engañar, queremos ser engañados y no toleramos ser rescatados del engaño, porque nadie quiere pasar por idiota y porque preferimos vivir en un sueño que enfrentarnos con la realidad.

En resumen, sí, la gente cree cosas muy raras y desgraciadamente los políticos no son una excepción, lo que nos lleva de nuevo al principio. ¿Cómo quieren que los políticos dejen de creer en tonterías como el Espíritu del Pueblo si luego visitan a Martita, la echadoras de cartas? Una mujer famosa en algunos círculos de la alta política catalana, créanme.

Recuerdo a ese presidente de la Generalitat que, camino de Andorra, se paraba a visitar a una bruja. Con el coche oficial cargado de alforjas llenas de billetes de quinientos euros conseguidos sabe Dios cómo o dónde y la escolta aguardando con paciencia a que el jefe acabara la visita, la bruja iba echándole encantamientos para quitarle el mal de ojo, jamalají, jamalajá. ¿Qué pensaría el chófer?

¡Si fuera éste el único caso...! Echadores de cartas, como ya he dicho, videntes, gentes que hacen «coaching» y oficios semejantes viven la mar de bien trabajando para nuestros políticos en activo, y eso sin mentar a la Iglesia, por no faltar. Ocurre en todos los partidos, porque el privilegio de creer en tonterías no es exclusivo de un signo o del otro. Recuerdo los millones de euros que se gastó un consejero en decorar sus oficinas en plan feng-shui o a ese otro que dijo que los catalanes éramos «diferentes» (i.e., mejores, la hostia) porque el territorio catalán abundaba en piedras graníticas y no sedimentarias, y no sigo. Cierta izquierda desvaría con lo alternativo y cierta derecha presume de un ángel de la guarda. Ése es el nivel de quien nos manda.

¿Qué podemos hacer ante semejante panorama? No tengo ni idea.

¡Santa Rita, ayúdanos!