El otro día leí un comentario sobre el patrimonio histórico-artístico de Barcelona de un escritor y periodista que pasea arriba y abajo de la ciudad y la conoce al dedillo. Según él, Barcelona tiene un problema muy serio con el patrimonio. Decía que el catálogo de Barcelona ni se actualiza desde hace tiempo ni existen mecanismos para mantenerlo actualizado día a día, que sería lo idóneo. Si él lo dice, que no hace otra cosa que patear las calles y meter las narices en los archivos históricos y municipales, será verdad, y eso nos está costando algún que otro disgusto.

Aunque ya existían algunas leyes y normativas para la protección del patrimonio, el Catálogo de Patrimonio Histórico-artístico de la ciudad de Barcelona se publicó por primera vez el 18 de enero de 1979. Con catálogo y todo, las afectaciones urbanísticas podían echar abajo un edificio si existían (cito) "previsiones de planeamiento de interés público prevalente". Es decir, si nadie decía nada.

La Generalitat de Catalunya tardó catorce años en publicar la Ley 9/1993 del Patrimonio Cultural Catalán. Este patrimonio de bienes muebles, inmuebles e incluso inmateriales establece dos categorías de protección, A y B, y deja en suspenso y al albur de los reglamentos una tercera, que supongo que será la C, pero ahí ha quedado la cosa, porque mira que llevamos años con consejeros de Cultura propios y miren cómo nos va.

Pues, bien, hasta el año 2000… Sí, ha leído bien, hasta el año 2000 no se aprobaron los Planes Especiales de Protección del Patrimonio Arquitectónico y un Catálogo de Patrimonio Histórico-artístico de Barcelona por distritos. A partir de entonces, no iba a ser tan fácil (en teoría, siempre en teoría) echar abajo un edificio o un bien de interés patrimonial por razones espúreas o discrecionales. Estos planes establecen cuatro niveles de protección, A, B, C y D, de más a menos estrictos. El nivel A es cosa de la Generalitat (se refiere a bienes culturales de interés nacional) mientras que los otros niveles son cosa del Ayuntamiento: bienes culturales de interés local, urbanístico o documental.

Pero fíjense que hace más de veinte años de esto y los vecinos ahora de un barrio, ahora de otro, han denunciado más de una vez las tropelías que se han cometido contra edificios o bienes públicos que eran únicos y formaban parte del paisaje y la personalidad de su entorno. Numerosos edificios más que interesantes amenazan con venirse abajo o sufren un abandono endémico. Porque son ya 20 años, que se dice pronto, desde la publicación de esos planes, y lo que ha llovido desde entonces sin que nadie haya dado un palo al agua.

Por lo que sé y lo poco que publican tanto el Ayuntamiento como los periódicos, esos planes y catálogos por distritos tenían que haberse revisado y actualizado en 2020, pero en ésas estamos, todavía. Resulta esclarecedor que en muchos casos ha sido el clamor de los vecinos quien ha puesto en evidencia la desidia con la que tratamos a nuestro patrimonio. Ahora echan abajo una antigua torre de veraneo, un viejo edificio industrial, o un pasaje que recuerda el pasado pueblerino de algunos barrios de Barcelona y, si no es porque los vecinos salen a la calle… Los perpetradores de los desaguisados han sido muchos, pero todos ellos movidos por el vil metal. La especulación urbanística ha unido a los tresporcientistas convergentes y afines del Palau de la Música, a los administradores de las propiedades de la Iglesia, a insignes hoteleros, a desalmados constructores y no se ha librado de ello ni siquiera el propio Ayuntamiento, aquí o allá.

Pero, ¿qué quieren? El patrimonio histórico, artístico y cultural de Barcelona sobrevive de milagro. La Generalitat ha llevado a cabo con notable éxito una labor de zapa y destrucción del tan singular como maravilloso aire de ciudad abierta y cosmopolita de nuestra Barcelona, para sustituirlo por un folclore de pacotilla y un aire carca que abruma. Es como comparar el noble vuelo del halcón que anida (o anidaba) en las torres de la Sagrada Familia con el vuelo gallináceo de un pavo de corral. Pero es que el Ayuntamiento, cuánto me pesa decirlo, también ha vivido de rentas y ha disfrutado muchísimo mirándose el ombligo.

Observen los edificios del parque de la Ciutadella. El que para mí será siempre el Museo de Zoología de mi infancia, el café-restaurante que construyó Domènech i Montaner para la Exposición Universal de Barcelona, bautizado como Castell dels Tres Dragons, yace abandonado a la vista del personal. Estuvo cubierto por una lona, que tapaba tal vergüenza, hasta que un vendaval, una tempestad llamada Gloria, se la llevó volando. Hoy podemos ver los andamios clavados en el viejo ladrillo con la impunidad que ofrece el poco respeto hacia nuestro patrimonio que es marca de la casa. Qué pena.