He de comenzar con una declaración: hablar de lo políticamente correcto me parece un oxímoron, porque si hay una forma de entender la política, para mí se expresa como la necesidad de llamar a las cosas por su nombre, por la toma de decisiones que tienden a mejorar la vida de los pueblos, como una actividad dirigida al bien común; y cualquier adulto debe saber que hacer el bien no está reñido con la verdad, por muy dolorosa que ésta sea o pueda resultar.

Lo políticamente incorrecto que quiero tratar aquí es el efecto que las campañas solidarias, cualesquiera sean, opera sobre las personas que participan de ellas, ya sea como agentes de la organización o como beneficiarios últimos de la solidaridad ajena. Y lo que quiero decir no será agradable para todos.

En esta época de celebraciones navideñas hay quien se vuelve especialmente sensible a las necesidades ajenas, incluso aquel que se pasa el resto del año mirando hacia otro lado para evitar tener que codearse con el hambre, el frío o la enfermedad. Maratones televisivos, espacios radiofónicos y todo tipo de lugares más o menos virtuales se montan para que espectadores, oyentes, gente de a pie, meta la mano en el bolsillo y aporte directamente dinero, cuando no alimentos o juguetes. Es el viejo mensaje «sienta a un pobre a tu mesa», pero sin ensuciar la casa: todo bien aséptico, bien a distancia de seguridad.

La solidaridad y la beneficencia van de la mano. Disfrazadas de altruismo, albergan en su interior una oscura forma de superioridad: mientras te ayudo soy mejor que tú, con el dinero que te dono me mantengo un peldaño por sobre tu cabeza y, a la vez, cuando hago mi aportación aplaco un sentimiento de culpa inconsciente nacido, precisamente, de aquella superioridad, de ese estar-por-encima, de cualquier privilegio en comparación con el necesitado.

Pero, además, las campañas solidarias tienen un efecto perverso en sí mismas: van dirigidas a cubrir los huecos que ha dejado el Estado, a tapar los agujeros en servicios sociales y derechos fundamentales que deberían provenir de quienes recaudan nuestros impuestos. Y, sin embargo, allá vamos, después de darle al Estado casi la mitad de nuestros ingresos por el trabajo (resultante de las retenciones del IRPF y la Seguridad Social, entre otras), a rascarnos las cuentas corrientes para paliar las carencias de quienes hacen dejación de funciones. Los gobiernos, a base de generar culpabilidad, logran que sean las personas, las oenegés y otras instituciones civiles las que les saquen muchas castañas del fuego.

El gran recapte d’aliments, Cap nen sense joguina, La marató de TV3, la tarjeta Barcelona Solidària… ¿ya has hecho tu aportación? A mí, que no me esperen.