Tienen afición por manifestarse en uniforme y de manera coreografiada, mientras corean las consignas dictadas por el poder político; no son pocas las veces que desfilan con antorchas; si no estás con ellos, estás contra ellos; no es que crean tener razón, es que quieren imponerla y cualquiera que se oponga es señalado y aborrecido; se revisten con aires de superioridad moral, dicen representar la voluntad del pueblo, llenan su boca de palabras altisonantes; la línea que marcan entre «ellos» y «nosotros» es una trinchera infranqueable; son nacionalistas acérrimos; controlan las instituciones y los medios públicos con fines propagandísticos; alientan a sus matones desde el púlpito de la autoridad; su enseña perteneció a un grupo que contaba con milicias armadas; organizan actos de acoso contra quienes no están con ellos que llevan a cabo unos autodenominados grupos de defensa; por si fuera poco, ahora marchan sobre Barcelona, como antaño marcharon sobre Roma. Con la historia europea del último siglo escrita con tinta todavía húmeda, si alguno todavía cree que todo esto es casualidad, es imbécil. Son lo que son.

Como se señaló oportunamente en su día, si sale de una vaca, es blanca, se vende pasteurizada y en tetra-brik y contiene lactosa, igual es leche. Hay quien todavía cree que podría ser leche de soja o alguna otra porquería que venden en el supermercado, y la dan por buena. A todos esos, especialmente algunos que se cobijan en cierta izquierda que se las da de guay, les convendría caer del guindo y comprobar que se trata de leche, de muy mala leche, la que gastan contra todos nosotros, la que nos amarga el desayuno.

Los ataques que sufre Barcelona no son fruto de la casualidad. Porque Barcelona es el enemigo a batir. Como todo el mundo sabe, Cataluña es Barcelona y alrededores, eso que llaman eufemísticamente «territorio». Si en el territorio cultivan las berzas, en la ciudad cultivan la cultura y la riqueza del país, de la que todos disfrutan con generosidad. Ciudad y civilización proceden de una misma raíz latina, porque son una misma cosa. La urbanidad y el urbanismo también proceden de la urbe latina. La política tal y como la concebimos nació en la polis griega, es urbana en origen y esencia. Porque en ningún sitio como en la ciudad conviven las gentes, y dada su diversa condición y origen, se imponen reglas y leyes que gestionan la convivencia y los bienes compartidos, que son públicos, de donde proviene la palabra «república».

Barcelona ha representado durante años el papel de una ciudad moderna, cosmopolita, culta, abierta y amable. No sin problemas, porque los problemas son inherentes a toda gran ciudad, como la forma de enfrentarse a ellos. En efecto, el cinturón metropolitano convive con la Barcelona pija y la diferencia de rentas y opciones de futuro se agranda con los recortes sociales, en sanidad y educación; también sufre la cultura; la gestión de la metrópolis como tal, como una unidad más allá del municipio, ha sido siempre obstaculizada por quienes se asomaban al balcón de la plaza de Sant Jaume hablando de ética mientras se embolsaban una buena comisión. Pero, así y todo, Barcelona, o parte de ella, piensa por su cuenta y riesgo y no comparte esa visión tan estrecha, tan cerril, tan poco urbana, de quienes quieren imponer sus ideas con la violencia de una discriminación sutil o con la coacción de actos vandálicos.

En suma y para no alargarme, no hay más que atender a los hechos para comprobar que toda la ira de esos desalmados no va contra el Estado, sino contra Barcelona. Porque Barcelona es el premio gordo. Barcelona es un símbolo. No soportan que la ciudad se resista a abrazar su causa, no soportan la diversidad de ideas. Quisieran ver a Barcelona de rodillas. Nos acosan al grito de «¡Muera la inteligencia!».

Es lo que hay.