Los conservadores tienen tendencia a mirar hacia el pasado. En su opinión, los cambios casi siempre son para peor. Es una teoría difícil de sostener. Si se llevara a las últimas consecuencias, se volvería a la Edad de Piedra y a llevar un hueso en la nariz.

Pero ahí están los de Vox, reclamando que la historia vuelva a los tiempos de Covadonga; o los del PP, melancólicos de Fraga y Aznar (y algunos de un poco antes); o los carlistas del Pdecat, que anhelan los años de la rapiña pujolista. ERC no se sabe qué fase de la historia echa de menos, pero es posible que su sector progresista (ellos dicen que lo son) eche de menos la república de 1640 (pasando por alto que Cataluña se declaró vasalla del rey de Francia), mientras que su sector más montaraz (por distinguir de algún modo) ha ido alguna vez a Poblet a rendir homenaje a la tumba (vacía) de Jaume I.

Los muchachos de En Comú Podem tal vez echan de menos los días del 15 M, cuando no tenían que proponer y bastaba con estar contra el mundo con motivo de los banquetes (que decía Mairena). En similar situación se halla Ciudadanos, que no ha sabido superar la fase de crítica frente al nacionalismo catalanista y se ha dedicado a descubrir independentistas debajo de las piedras para poder oponerse a más gente. Incluso a los socialistas les acusan de ser independentistas furibundos. Pero los socialistas no se quedan atrás en la operación nostálgica. Hace unos días, presentaron la candidatura de Collboni para Barcelona y en los parlamentos se les fue el santo al cielo y no paraban de hablar de “recuperar” la ilusión de los años del maragallismo. Todos mirando atrás, como si fuera cierto que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Y sin embargo, los tiempos cambian y la función de los grupos políticos es adaptarse a ellos, en vez de seguir soñando con el paraíso perdido.

Basta con comparar las listas que se presentarán a las elecciones de Barcelona en mayo con las que concurrieron en las primeras elecciones democráticas en 1979 para ver cómo han cambiado las cosas. De los grupos que consiguieron representación en el Ayuntamiento barcelonés, sólo dos sobreviven: el PSC y ERC. Y no se puede decir que se parezcan mucho. Sobre todo, los republicanos. De aquel partido que encabezaba Joan Hortalà no queda nada en el que presenta a Ernest Maragall para la alcaldía.

En el resto de casos, las cosas están claras: Ciudadanos no existía y la formación de Ada Colau no puede reclamarse heredera del PSUC como tampoco pueden ni el PP ni Vox pretender ser herederos de UCD, ni los muchachos de Forn y Artadi tienen nada que ver con CiU.

Y bien está que sea así, porque la Barcelona de hoy no es la que salió como pudo del franquismo. De ahí que sorprenda las llamadas de unos y otros a recuperar un pasado idealizado que nunca volverá. Ni para Barcelona ni para los candidatos. Ernest Maragall no será su hermano ni Ferran Mascarell aquel muchacho emprendedor que fue concejal de Cultura. Ni siquiera Ada Colau será ya más la jovencita que defendía a los desahuciados. Y Valls, claro, no es ni puede volver a ser el socialista que triunfaba en Francia.

Pero lo peor es que ninguno de ellos defiende para Barcelona un proyecto de futuro. Los últimos que lo hicieron fueron Joan Clos y Jordi Hereu, que propugnaban una “Barcelona del conocimiento” decidida a atraer empresas relacionadas con las nuevas tecnologías, potenciando el 22@. Después de eso, apenas nada.

Maragall y Forn (o Artadi) proyectan una Barcelona convertida en barricada independentista. Valls habla de recuperar el orden, aunque no se sabe para qué. De Colau se sabe que no gusta del turismo ni de la hostelería, pero no se sabe qué podría gustarle para construir el futuro de la ciudad. El PP y Vox ni siquiera tienen candidatos con discurso urbano.

Los barceloneses lo tienen crudo a la hora de votar: una vez más tienen que elegir un mal menor. La nostalgia frente a la ilusión. Ya nadie le promete un cielo cada día más castigado por la contaminación.

Y una cosa está clara: no se puede votar al pasado, así que, por favor, que dejen de prometerlo.