Las mañanas de estos dos últimos días, viernes y sábado santos, han sido lo más parecido a aquellos extraños despertares del confinamiento. Pocos coches y menos peatones; hasta entre los paseantes de perros hay muchas bajas. Barcelona se convierte en algo extraño, como un traje varias tallas grande para el cuerpo que lo habita.

Antes de que los Juegos Olímpicos del 92 nos pusieran en el mapa del turismo masivo, los días centrales de agosto eran algo parecido a esta Semana Santa de movilidad comarcal: mucha ciudad para tan pocos ciudadanos.

Con la diferencia de que entonces los comercios y los restaurantes chapaban. Tampoco nos habíamos incorporado al non stop, el ritmo de esas capitales que nunca duermen y que la globalización ha extendido a todo el mundo. La mayoría de las empresas, no solo las administraciones públicas, echaban la persiana, con lo que Barcelona parecía un desierto de asfalto durante el día. (La noche era otra cosa).

Por suerte, ahora los restaurantes están abiertos, aunque no siempre resulta fácil encontrar mesa. Las distancias entre comensales –en los respetables casos de establecimientos que cumplen las recomendaciones sanitarias-- y la restricción horaria han convertido el doble turno del mediodía en algo habitual, de manera que o comes a la una, en horario parisino, o a las tres, estilo madrileño. Es un precio barato a cambio de tener la ciudad para ti.

Es muy probable que ese 30% de barceloneses que desearía dejar de vivir en la ciudad cambiara de opinión si pudiera disfrutar de ella como quienes nos hemos quedado aquí estos días. Además, el buen tiempo ha permitido salir a comer fuera de casa sin padecer y sin tener que estar en la calle tragando humo. Los dos locales visitados, Tragaluz (reconvertido en italiano) y Sucursal Aceitera (donde el antiguo Pa i Trago) estaban suficientemente ventilados, lejos de esa angustia que provocan los comedores atestados.

Esta Semana Santa barcelonesa ofrece también experiencias curiosas. Cruzar el barrio de Gràcia es una de ellas: lejos del bullicio al que alguien pudiera asociarlo por sus tradicionales fiestas y sus visitantes juerguistas, parece un pueblo diseñado para el ocio y el descanso, sin espacio para el trabajo ni las prisas; hasta los coches tienen prohibida la circulación en muchas de sus calles. El espectáculo de Mayor de Gràcia limpia de vehículos y personas en un día como el de ayer, con los comercios abiertos y vacíos, produce la curiosa sensación de estar en medio del decorado de El show de Truman, como algo irreal convertido en escaparate de una ciudad de cartón piedra.