Si uno quiere tomarle el pulso a una sociedad, que eche un vistazo a las cosas de la cultura. Compruébese si muestran una sociedad abierta, colaborativa, tolerante, dinámica, que no hace ascos a la innovación, capaz lo mismo de exportar su producción cultural como de asimilar los productos de otras culturas, de entender y darse a entender. Si la cultura se muestra activa y está naturalmente engarzada con el tejido social, vamos por el buen camino. Si no, apaga y vámonos, porque un malestar de la cultura es síntoma de una sociedad incapaz de progresar adecuadamente.

Veamos qué sucede en Barcelona. Ay…

Hace ya tiempo que, en esas interminables discusiones de sobremesa, advierto del rumbo que ha tomado Barcelona: vamos de cabeza hacia la insignificancia. Cuesta sostener que somos algo más que una capital de provincia del montón y lo poco que nos distingue de la vulgaridad es el producto de rentas del pasado, en franca regresión.

Aunque no es de recibo presumir de quién la tiene más grande, Madrid nos está pasando la mano por la cara, y eso que no está en su mejor momento. Madrid, por si preguntan, es algo más que la movida madrileña, que eso ya es cosa de viejos. Véase su dinámica teatral, editorial, museística o musical, que da mil vueltas a lo que sucede en Barcelona, donde la cultura es un instrumento de propaganda anquilosado y pútrido. Es verdad que de un tiempo a esta parte el gobierno de la Comunidad de Madrid está copiando letra a letra la nefasta política de los últimos gobiernos de la Generalitat de Catalunya pero, aunque se pone con ganas, todavía no han alcanzado el grado de estupidez de nuestros líderes patrios, cultivado durante décadas.

Por lo tanto, concluyo en esas sobremesas, Barcelona no puede ni soñar con mantenerse por delante de Madrid, liderando la economía, el progreso, la modernidad o lo que ustedes quieran que tenga que liderar. Es imposible que pueda.

Me tildan de aguafiestas, naturalmente, pero los doctores Andrés Rodríguez‐Pose y Daniel Hardy, con unos currículums de miedo, especialistas ambos en geografía económica y miembros de la prestigiosa London School of Economics, me dan ahora la razón en un artículo que han publicado hace poco, titulado Reversal of economic fortunes: Institutions and the changing ascendancy of Barcelona and Madrid as economic hubs

Los autores se preguntan por qué Barcelona no se ha convertido en la capital económica de España, como Milán lo es de Italia. Lo tenía todo para serlo. Todo. Lean el artículo y verán por qué. No se lo pierdan.

Pero uno de los apartados del estudio me ha llamado la atención. Se compara el grado de confianza en el prójimo en Madrid y Barcelona. Lo escribiré en mayúsculas, para que se vea mejor. Un madrileño confía TRES veces más que un barcelonés en la mayoría de la gente, y TRES veces más en una persona que acaba de conocer. La confianza en alguien venido de otra región es CINCO veces más alta en Madrid que en Barcelona, y un madrileño confiará OCHO veces más en un extranjero que uno de Barcelona.

Dicho de otra manera, uno se vuelve enseguida madrileño, mientras que el hijo, incluso el nieto, de uno que se vino a vivir y trabajar a Barcelona es todavía visto como un alguien que no es «de los nuestros» y maltratado por ello. Cuarenta años de pujolismo en diferente gradación han convertido el celebrado cosmopolitismo de Barcelona en un artificio subvencionado al servicio de una ideología estúpida, que distingue entre catalanes de verdad y de mentira mientras se regodea en insensatos onanismos.

Barcelona está en camino de ser un lugar que provocará indiferencia, insignificante e insustancial, incluso pobre, cerril y miserable tanto moral como cultural o económicamente. Estamos en ello. En cualquier caso, es tanto el daño hecho que nos costará muchos años y mucho esfuerzo darle la vuelta a nuestra decadencia, y no veo yo a nadie ocupado en ello.