Normalmente, el autobús es uno de mis rincones favoritos de lectura. Camino de la oficina llevo conmigo mi libro de autobús. Queda en casa mi libro de váter, del que quizá hablemos otro día. La lectura en el autobús me protege de la vulgaridad cotidiana, de la que soy a la vez prisionero y agente. Subo al autobús, me acomodo en un rincón, abro mi libro y pierdo el mundo de vista. De eso se trata.

Mis lecturas de autobús son variadas. Leo de todo. Lo último ha sido el último relato de Chirbes, un entretenido ensayo de Holland, unos pequeños ensayos de Kant, una brillante novela de Ginzburg, una amable biografía de Zweig... Uno busca y encuentra, al final, aquel lugar del mundo de los libros en el que se siente cómodo.

El otro día se me ocurrió alzar la vista del texto y ¡oh, cielos! Hasta allí donde alcanzaba la vista, todos los pasajeros tenían un teléfono móvil en la mano. Tic, tic, tic, tecleaba el público. Algunos tarareaban en voz bajita, con los auriculares puestos. Un par de pasajeros mantenían animadas conversaciones a voz de grito, con un ya decía yo que no era de fiar, mira que te lo dije, hazme caso la próxima vez, que nos tenía a todos en vilo. La cuestión es que yo era el único pasajero con un libro en la mano en un autobús con destino a la Zona Universitaria. ¡Qué sensación de soledad! ¿Nunca se han sentido el raro de la clase? Pues, eso.

Les confesaré un secreto. Entre los lectores de autobús existe una cierta complicidad. La Secreta Sociedad de los Lectores de Autobús no es más que un hilo de una compleja trama de complicidades a la que se suman las librerías y sus heroicos libreros o tantos editores que se lanzan de cabeza a husmear entre manuscritos para dar con ésos que luego disfrutaremos tanto.

Pero no nos pongamos estupendos. Los lectores son como todo el mundo o, como diría Nietzsche, humanos, demasiado humanos. Si pillas a alguien leyendo un superventas de usar y tirar, si no de tirar directamente, arrugas el ceño con desagrado o alzas las cejas con suficiencia porque, justo en ese momento, estás leyendo a Proust en francés y ya sabes que nunca más comerás magdalenas como antes. Pero, lectores, por favor... ¡Arrojad lejos de vosotros tanta pedantería! ¡Que lea, hombre! ¡Que lea lo que quiera! ¿No hay libros para todos los gustos? ¡Que dé de comer a los editores, pobrecitos! Leed, leed, malditos. Que nos conviene. A todos.

Porque Barcelona es, o quizá era, la capital de la edición en lengua española, lo que no es, o era, poco. Por razones obvias, también es la capital de la edición en lengua catalana. El libro mueve muchos millones y da mucho trabajo. Léase esto último como un juego de palabras; quien trabaje en el sector de la edición lo pillará. Cierto: el automóvil o los teléfonos móviles mueven más millones y proporcionan más empleos a la ciudad; también el turismo, la administración pública o la droga. Pero el libro es el termómetro que empleamos para medir la salud de la llamada cultura y llegados a este punto, comienza el llanto y crujir de dientes.

La cultura, ahí donde la ven, parece poca cosa. Usted, inversor, antes mete la pasta en una aplicación para el teléfono móvil que permita vender patatas fritas a domicilio que la sepulta en una editorial, una galería de arte o un espectáculo de danza. Seguro. La burguesía barcelonesa de los buenos tiempos, formada a partes iguales por indianos, nuevos ricos, herederos inútiles y dilapidadores y (ex)traficantes de esclavos, hacía gala de una pedantería extrema promocionando juegos florales, caprichos arquitectónicos, revistas culturales, asociaciones científicas y cosas por el estilo. Gracias a ello, Barcelona vive de las rentas de la cultura promocionada hace un siglo, porque si tuviera que vivir de las que promociona hoy...

Era famoso el chiste del nuevo rico preguntando cuándo sale el pato en una representación de Lohengrin en el Liceo, pero ahí lo tenías, en la ópera, dando ejemplo, en primera fila. Hoy, cualquiera con apellidos se desgañita por un palco privilegiado en el campo del Barça, el no da más del estatus catalán. Porque al burgués catalán siempre le ha gustado ver piernas. Las de Messi hoy, las del ballet de Diáguilev ayer. Que no está mal divertirse con el fútbol, pero no es lo mismo. Podría decirlo de otra manera: el tejido social barcelonés ya no está por la labor. El político, menos. ¡Echen un vistazo al palco el día que el Barça juega una final!

Es una lástima. La cultura no es sólo una industria. Ése es su aspecto menos interesante, más prosaico y universalmente infravalorado en este país. Qué más da cuánto dinero genera si lo importante no es eso. No. Vamos a decirlo clarito, a ver si se entiende: la cultura no forma parte del tejido social, sino que lo conforma.

Por eso, Marx diría que es una herramienta revolucionaria; ahora les da por decir que es un marco conceptual, una expresión que no me gusta nada, dicho sea de paso. La cultura (y la ciencia) señalan hacia delante y nos dicen hacia donde vamos. Nos proporcionan ideas y experiencias que, aunque ahora sean minoritarias, irán entrando poco a poco en nuestra cotidianeidad. La cultura popular también anda metida en el ajo y la cultura elitista y minoritaria influye en ella tanto como se deja influir; son dos caras de una misma moneda. Un entorno favorable a la cultura es rico en complicidades y acuerdos entre los creadores, el público, las instituciones y compañía, que son capaces de generar sorpresa y reflexión colectiva. En suma, si queremos que nuestra sociedad sea más abierta, más libre, más crítica y capaz de generar progreso en casi todos los sentidos del término, tenemos que contar con la cultura, no hay otra. Será minoritaria, insignificante, si quieren. Como una semillita. Pero es la semillita que deja preñada de futuro a nuestra sociedad. Por lo tanto, a ver qué hacemos con ella.

Lo que hemos hecho hasta ahora da pena. Desde la Generalitat, durante muchos años, demasiados, se han hecho ímprobos esfuerzos para reducir el brillante cosmopolitismo cultural de la Barcelona de antaño a una realidad cultural cada día más provinciana. De entrada, las instituciones públicas no aflojan la mosca y cuando la aflojan, es un insecto servil. Se ha impuesto durante años la construcción de una identidad exclusiva y eso es como la guadaña que siega los campos, que recorta todo aquello que sobresale o no está de acuerdo con la monótona voluntad del segador. Rara vez se fomentan las infraestructuras que permitan la libertad de creación, la discrepancia, la crítica o la excelencia. Etcétera.

La política cultural del Ayuntamiento de Barcelona tuvo tiempos felices pero hoy va a la deriva. La ruptura de un pacto de gobierno por pura especulación política ha hecho saltar por los aires un principio de política cultural municipal después de tiempos convergentes. Ahora, esa política va dando tumbos y buscando el norte, sin planes ya no digo a largo plazo, sino para la semana que viene. Pero a nadie le importa porque, como ya he dicho, la mayoría de nuestra clase política contempla la cultura como mero instrumento de propaganda o como un sector de negocios que no rinde demasiado.

Y volvemos al libro, ese termómetro de la cultura que he dicho. Ya sabrán que en el mundo del libro se quejan siempre de lo poco que lee el personal. Bah, no hagan mucho caso. Es un vicio que tienen, un tema de conversación recurrente. Pero sí que es verdad, y evidente, que la capacidad de comprensión lectora (y crítica) de los niños va a peor. Y la del público en general. Por lo tanto, saber cómo las autoridades promocionan la lectura e intentan que los futuros ciudadanos no se pierdan leyendo un texto es un termómetro magnífico para saber si, como sociedad, vamos por buen camino o mejor nos buscamos otra.

Por eso les invito a preguntarse cuál es ahora mismo la estrategia de las autoridades en este asunto. ¿La conoce usted? No, ¿verdad? ¿Qué leen los chavales en la escuela? Libros aburridos y alguno bastante malo en una edad crítica para formar lectores. ¿Y cómo se ayuda al autor, a ése que escribe libros, para que pueda ganarse la vida? ¿Hablamos de las librerías? A ver cómo las ayudamos, porque están todas con el agua al cuello. Díganmelo. Los editores también preguntan qué hay de lo mío, y hacen bien. Y ya puestos, vamos al insignificante detalle de las campañas de promoción de la lectura. ¿Se acuerdan de la última? No. ¿Saben si hay alguna en marcha ahora mismo? Pues, no, ¿verdad?

Visto el percal, en la Secreta Sociedad de Lectores de Autobús contemplamos el panorama con desesperación, pues hemos oído que el Reino de los Ágrafos se acerca.