Acaba agosto y la polémica sobre el aumento de la delincuencia en Barcelona se ha instalado, para quedarse. Lo digo así porque mientras no se ataje el continuo goteo de informaciones de robos, tirones, trifulcas, asesinados y droga, la sensación del crecimiento de la inseguridad se consolidará en la percepción de los ciudadanos y tendrá la atención de los medios de comunicación. Tanto los autóctonos como la prensa extranjera, que está haciendo estragos en la imagen pública de Barcelona.

Más policía y más actuación de esta policía es el nuevo paradigma de la actuación municipal. Albert Batlle se ha puesto manos a la obra, y se nota. Al menos, da la sensación qué el consistorio y la guardia urbana trabajan codo con codo. Otro tema es la reincidencia, que se ha mostrado como el desagüe por el que la acción policial se va al retrete, y la nueva delincuencia que está creciendo en la ciudad que usa la violencia como su leitmotiv aunque sea para robar un mísero reloj o unos cuantos euros. Sin olvidar, el crecimiento del mercado de la droga en algunos barrios que empiezan a convertirse en guetos de diferentes colectivos de inmigrantes y que no han tenido la atención necesaria desde el buenismo municipal que no ha puesto trabas a su degradación social.

Sorprende con este panorama que nuestra alcaldesa haya hecho sus vacaciones con apenas la interrupción del acto de conmemoración del atentado de las Ramblas de Barcelona. Ada Colau ha desaparecido en un momento clave para la ciudad. Se vio arrastrada a cerrar un pacto con los socialistas para evitar que Ernest Maragall convirtiera la capital catalana en un instrumento al servicio del independentismo. Sin embargo, Colau con su actitud demuestra que hace dejación de sus responsabilidades. De hecho, la alcaldesa ha dejado la política municipal en manos de los socialistas que han marcado su impronta y su forma de hacer. Una impronta y una forma de hacer que en el mejor de los casos, nada tiene que ver con la impronta y la forma de hacer de los Comunes.

Lo que ahora sucede en nuestra ciudad es la herencia de los últimos cuatro años de Colau. Y también, es la herencia de la inoperancia del gobierno de la Generalitat que ha abandonado todos los temas mundanos para dedicarse en exclusiva al monotema del procés. La bronca interna entre los diferentes sectores independentistas ya no es materia de entendidos, de periodistas que buscan tres pies al gato, sino que es evidente y con luz y taquígrafos. La incapacidad y el desinterés de ambos gobiernos han dejado la ciudad al pairo y ahora hay que ponerse manos a la obra. Del gobierno catalán poco podemos esperar, más allá de que ahora se afana en poner más policía en la calle ante el clamor popular. Y del gobierno municipal, sabemos que podemos esperar del PSC, que con Jaume Collboni a la cabeza, se ha puesto al frente de una situación compleja que tardará en dar buenas noticias. ¿Y de Colau? De la alcaldesa poco sabemos, está missing, desaparecida.

Me gustaría verla en breve, después de un mes desaparecida, para saber qué piensa la máxima autoridad municipal sobre lo que está pasando. Y no vale que no se reconozca la realidad. Si bien es cierto que hay que poner las cosas en su sitio y no dejarnos llevar por el tremendismo, no es de recibo no reconocer la realidad. Barcelona es una gran ciudad con los problemas de una gran ciudad, y su máxima responsable debe dar la cara y asumir responsabilidades. Agosto acaba, señora Colau, y los barceloneses quieren escucharla. Tiene razón cuando dice que no hay que sacar las cosas de quicio, pero negar la realidad es la antiesencia de un responsable político. Esperemos que esté a la altura. La esperanza es lo último que se pierde.