Ada Colau se lo tiene que hacer mirar. Su equidistancia política y sus veleidades surrealistas en la gestión municipal le han propinado un severo castigo en las generales. Ciertamente, los números son engañosos porque los comunes mantienen siete diputados, los mismos que en abril, pero Barcelona, su feudo, ha registrado los peores datos. La recuperación de un diputado por Tarragona a costa de Ciudadanos y en Girona, a costa de ERC, han maquillado un resultado malo de solemnidad.

La pasada semana hacíamos hincapié en la foto fija de Barcelona. Y la foto es demoledora. La alcaldesa obtiene sólo el 15,64% de los votos. Lejos del 20,95% de ERC y del 19,93% de los socialistas. Por detrás, Junts per Catalunya aprieta y se sitúa a tres puntos del escuálido 15,64% de los votantes de los comunes. Mal resultado, sin duda.

Las causas son varias. Por un lado, Colau no consigue retener a sus electores porque en el monotema tiene una posición equidistante y en muchas ocasiones equívoca. Pide libertad para los políticos presos y defiende un referéndum de autodeterminación, al tiempo que tiene a la policía encerrada en una burbuja que permite los desmanes continuos de los manifestantes que cortan y bloquean la ciudad a su libre albedrío sin mover ni un solo dedo. Defiende la libertad de expresión mientras niega la libertad de movimientos de miles de ciudadanos que sólo el hecho de salir a la calle es toda una aventura.

Por otro lado, la alcaldesa está atenazada. Negó la inseguridad, abandonó todas sus reivindicaciones como activista dejando al pairo a miles de personas que se manifiestan, sin tapujos contra su gestión, y se mete en aventuras “sinsentido” como la remunicipalización del agua, un servicio que funciona, bajo el paraguas de una consulta popular que no pasa el tamiz del Tribunal Superior de Justicia y, ni siquiera, pasaría un control de democracia porque la chapuza fue de órdago.

Los barceloneses están hasta el gorro de una alcaldesa que retira estatuas, retira cuadros del rey, cambia nombres de calles, pero que ha convertido a Barcelona en una ciudad provinciana sin aspiraciones que puede perder, si alguien no lo remedia, poder económico porque la “tocata y fuga” de ferias, incluida el Mobile, han marcado la puerta de salida, las empresas rehúyen inversiones por la actitud del consistorio y los ciudadanos están hartos de mucha algarada y poca gestión.

Por si fuera poco, a este sombrío panorama hay que tener en cuenta que la política catalana se mueve. ERC pierde fuelle, pero se mantiene firme en un cambio de rumbo del independentismo. El PSC sigue apostando por romper la política de bloques que ha llevado a Cataluña al desgobierno desde hace años, en especial la etapa negra de Torra. Colau haría bien en leer los resultados, por una vez, sin el pasamontañas de la bisoñez activista. ERC y PSC pueden formalizar un nuevo espacio político que, sin renunciar a nada, abra el paso a la gobernabilidad. En Cataluña, evidentemente, pero también en Barcelona.