A Inmaculada Colau, como le ocurría a su admirado Hugo Chávez, le encanta el poder. Lo necesita, como si de una adicción se tratara. Cuentan que su ambición ya era desmesurada en su época de portavoz de la PAH y la alcaldía de Barcelona sació su ego en los cuatro últimos años, aunque no descarta retos más ambiciosos. Tras la derrota en las urnas del pasado 26 de abril, la alcaldesa lloró de impotencia y estalló. Frustrada y enrabietada, arremetió contra los supuestos poderes fácticos de la ciudad y, sobre todo, contra las élites, eufemismo con el que se refería a Manuel Valls, antes y durante la campaña electoral, para posicionarse como la única candidata que defendía a los más desfavorecidos y luchaba contra las injusticias.

Las de Colau eran lágrimas de cocodrilo y su presunta integridad, una falacia. El día después de la derrota electoral ya maquinó para retener la alcaldía. Contó con la complicidad de Jaume Collboni, el líder del PSC, que había prometido que nunca pactaría con los comunes después de su traumática ruptura, hace un año y medio, cuando eran socios de gobierno. Collboni, animado por unos resultados que doblaban su representación en el Ayuntamiento, le tendió una mano a cambio de unas contraprestaciones que todavía se negocian.

Mucho más altruista fue Valls, que avaló su investidura para frenar el independentismo que representa Ernest Maragall. La postura del exprimer ministro francés sorprendió a todos: a Ciudadanos, a la clase empresarial barcelonesa y a la propia Colau, que ya no se burla ni desprecia a su rival en las redes sociales. Para anestesiar a los suyos, la alcaldesa reitera que su objetivo es un gobierno de izquierdas, con el PSC y ERC.

Colau, una vez más, gesticula pero sabe que necesitará votos ajenos para ser investida, apoyos contrarios a sus ideales e incómodos para sus bases. La mochila de Valls es muy pesada pero más inquietante era el futuro de los comunes si perdían la alcaldía, enfrentados y debilitados por las salidas de Pisarello, Ortiz, Asens, Pin y Vidal, entre otros. Sin la alcaldía, Barcelona en Comú amenaza ruina tras su desplome en Cataluña y España.

La continuidad de Colau en la alcaldía preocupa a muchos sectores: a la gran empresa, al comercio, a la restauración, al mundo cultural, etcétera. En cambio, es implorada por todas las entidades amigas que han recibido generosas subvenciones en los últimos años, mientras desatendía asuntos de mayor enjundia, como la lucha contra las narcopisos, el top manta y el problema de la vivienda, su mayor mentira desde la campaña electoral de 2015. Sus promesas, entonces, fueron una burla de mal gusto.

La gobernabilidad de Barcelona es incierta. Maragall parece haber quedado en fuera de juego y Colau está en manos del PSC. No le queda otra opción que recular, ceder y moderar sus políticas más dogmáticas para seducir a los socialistas. Los barceloneses votaron por el cambio y no soportarían otros cuatro años de activismo y nula gestión. Cuando tocaba aniquilar el populismo, Colau ha sido rescatada del naufragio por Valls y un Collboni al que intentará manipular con sus estratagemas. Igual que no hace tanto pero ya se sabe que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra.