Una de las soluciones propuestas por el Gobierno para la reanudación de las clases es mantener abiertas las ventanas de las aulas. Se trata de ventilar constantemente la pieza, de modo que los virus no se acumulen en ella y hagan de las suyas. Es una buena idea desde la perspectiva de la higiene, pero es probable que en buena parte de la ciudad de Barcelona se encuentre con dificultades derivadas del urbanismo que sufre la ciudad: el especulativo. Porque, ¿para qué engañarse? Barcelona es una ciudad densa, lo que quiere decir que en ella vive mucha gente, entra y sale de ella mucha gente (generalmente en vehículo a motor) y el resultado es una alta dosis de contaminación y no menos dosis de ruido. Así que puede ser que en ciertos colegios lo de abrir las ventanas sea una cosa estupenda (si el tiempo lo permite), pero en los situados al lado de vías de alta densidad cabe perfectamente que se ventile el aula y no se oiga al profesor.

Y es que Barcelona es una ciudad con exceso de habitantes que hablan, se mueven, circula, aunque no haya un solo gobierno local que se atreva a decretar una moratoria para nuevas construcciones por lo que eso afectaría a la economía. Pero algún día habrá que hacerlo porque el Plan General Metropolitano de 1976 se ha quedado más que estrecho.

Y no es que la ciudad sea muy densa, que lo es (16.149 habitantes por kilómetro cuadrado) es que su entorno inmediato, l’Hospitalet (21.364), Santa Coloma (17.030), Badalona (10.407), Cornellà (12.686) no le van a la zaga, con el agravante de que forman un continuo urbano. No deja de ser curioso que la densidad se haya cebado en algunas de las poblaciones con menos terreno de Cataluña: Cornellà y Santa Coloma tienen cada una de ellas apenas siete kilómetros cuadrados y Sant Adrià sólo 3,8, donde se agolpan hasta 9.711 habitantes en cada uno de ellos.

Todo esto hace que la ciudad ruja y emita de día y de noche un ruido atronador al que no parece haber demasiado interés en ponerle coto. Aunque no hay que desesperar. Igual ahora que molestará a los enseñantes y educandos, la cosa se toma tan a pecho como ha ocurrido con la búsqueda de nuevos espacios para que los niños no se amontonen. ¡Ah! ¿Qué no han aparecido? ¡Vaya por dios! ¡Con lo en serio que decía tomárselo el Gobierno catalán!

Comparar los mapas de tráfico de hace 30 años con los actuales es para correr a comprarse tapones para los oídos. En la última década del siglo pasado aún se hablaba de horas punta y horas valle, en función de la densidad de vehículos en las vías principales. Hoy eso, salvo en las entradas y salidas de la ciudad, que se colapsan con frecuencia, ha pasado a la historia. Todas las horas son punta. A todas horas hay ruido, de modo que los colegios que den, por ejemplo, a la calle de Aragón o a tantas otras del Ensanche, ya pueden ir preparando a sus profesores y agenciarse un foniatra que les enseñe a modular la voz. Eso, cuando no llueva a cántaros o sople un viento del diablo, cosas ambas que cada vez ocurren con mayor frecuencia en la ciudad.

De hecho, el ruido constante y excesivo se puede percibir ahora como un mal, pero ya lo era. Hay muchos barceloneses que tienen aire acondicionado en sus casas porque, de lo contrario, no podrían dormir en las noches de verano, cuando a partir de la medianoche se pone en marcha la flota de recogida de basuras y salen también no pocos motoristas para comprobar, acelerón tras acelerón, a cuánta gente pueden despertar tras haber quitado el silenciador del tubo de escape.

La tolerancia (más bien permisividad) ante el ruido era en Barcelona tan escandalosa que hasta hace cuatro días la zona del Clínico no sólo sufría el sonido de las ambulancias, es que, pese a tratarse de un hospital en cuyo entorno se supone que hay que acentuar el silencio, tenía justo al lado un cuartel de bomberos cuyos coches, por motivos de urgencia, no acostumbran a circular silenciosamente. Por cierto, que justo al lado del nuevo parque de Bomberos hay también colegios, de modo que los maestros ya pueden entrenarse a competir con las sirenas y no precisamente las que regalaron los oídos de Ulises.