Pasear por el centro histórico de Barcelona estos días provoca cierta impresión, sobre todo para quienes no hubieran circulado por el Barrio Gótico y las Ramblas desde hace tiempo. Puede que sea el escenario donde se comprueba con más crudeza lo lejos que estamos de volver a la normalidad.

Tras un desfile entre cafeterías y hoteles cerrados por una Ramblas despobladas, el paseante llega a una Boquería aún enganchada a la imagen de cuando era el centro de atracción turística de la ciudad, de cuando el aluvión de visitantes había llegado incluso a bloquear el viejo mercado.

Paradas con zumos recién hechos, cartuchos de plástico llenos de fruta troceada para deleite del guiri siguen igual que un año atrás, paralizadas, como si no se hubieran dado cuenta de que ya no hay turistas. Algunas tiendas han cerrado, y el tráfico humano de un viernes por la mañana, el día de más actividad tras el sábado, es muy bajo. Y locales emblemáticos, como el simpático Pinotxo, funcionan al ralentí; Juanito está mano sobre mano a las 11 de la mañana. 

Una imagen triste, consecuencia directa de la pandemia, pero coherente con la ciudad que nos quieren construir desde el ayuntamiento. Una Barcelona gobernada por quienes, pese a difundir la imagen del lugar idóneo para la diversión, con pintadas de amarillo y bloques de hormigón en medio de las calles, tienen el concepto de la vida cerrado y gris que reflejan sus iniciativas. En demasiadas ocaciones evocan lo peor de aquella Europa del Este que defendieron sus mayores.

Ahora resulta que ser propietario de una vivienda convierte a un ciudadano en sospechoso, que pasa directamente a la categoría de presunto delincuente si la pone en alquiler. Así se refleja en la nueva ley de alquileres promovida por los comunes de Ada Colau que ha sido aprobada por el Parlament. Una norma que ignora la realidad: más de 60% de los barceloneses son propietarios de su piso, mientras que el 60,4% de los que están en alquiler –el 38,2% del total, según el Observatorio Metropolitano de la Vivienda de Barcelona— están en manos de particulares.

En adelante, cuando se firme un contrato de alquiler en Barcelona, como en otras 59 ciudades catalanas, la renta mensual la establecerá un índice que tendrá en cuenta la capacidad económica del inquilino. Solo se podrán librar de esa referencia a la búlgara los propietarios con ingresos mensuales inferiores a 2.000 euros (incluido el ingreso por el alquiler del piso).

Es muy difícil que el Tribunal Constitucional deje pasar una norma como esta que atropella tan claramente los derechos de los ciudadanos, pero en todo caso lo que nos deja la iniciativa de los comunes, que ahora Pablo Iglesias quiere exportar al resto de España, es un concepto perverso de lo que tendría que ser una política social de vivienda.

Solo el 4,5% de las viviendas en alquiler del área metropolitana pertenecen a alguna Administración pública, un dato que no lleva a los comunes ni al resto de los partidos que se smaron a su iniciativa a poner remedio ampliando la oferta, sino que promueven una ley –apoyada por ERC, la CUP e incluso por esta nueva extrema izquierda que son los herederos de Convergència-- para expropiar a los particulares y hacer política social con sus pisos.

No es difícil imaginar que una buena parte de quienes se sientan perjudicados recurrirán a la economía sumergida para sortear el abuso o incluso dejarán en barbecho su propiedad a la espera de una ocasión para venderla a buen precio. Reacciones que no harán más que contribuir a ese viaje de Barcelona hacia un pasado gris y triste donde unos políticos tratan de imponer la mediocridad como la medida de todo.