En la ciudad de Barcelona es fácil pasear y disfrutar de una extraña belleza que está al alcance de la mano. Viviendo aquí hay momentos en que uno se detiene y piensa: ¿será posible lo que estoy viendo ante mis ojos...? Y esto no ocurre solo ante los grandes monumentos, sino también ante una cariátide escondida en una fachada más del Eixample, frente al reflejo del pavimento de una calle que da a una esquina o al descubrir un pequeño monumento de bronce que no conocíamos.

La historia de estas bellezas nos enseña con qué frecuencia, tras lo bello en el espacio público, suele haber un largo y difícil episodio de dolor, que muchas veces es un capítulo de la política. Tras la gran belleza está la micro-historia de personas cuya sangre o cuyas almas se sacrificaban en silencio pagando el precio del exilio, la prisión o el desprecio. Josep Puig i Cadafalch es de esas personas que dejó en Catalunya un rastro de belleza a costa de su propio dolor y renuncia personales.

Promovió la idea de la Exposición Universal que comenzó a gestarse en 1905. En 1915 presentó un primer anteproyecto y en 1917 se inició la urbanización de la montaña. Las obras se retrasaron varios años, siendo finalizadas en 1923; sin embargo, la instauración ese año de la dictadura de Primo de Rivera postergó la celebración del evento.

Puig i Cadafalch fue presidente de la Mancomunidad de Cataluña entre 1917 y 1924. Él había apoyado el golpe de estado de Primo de Rivera en 1923, que le pareció prometedor. Pero en 1924, visto que el dictador era anticatalanista, Puig fue sustituido por Alfonso Sala. Su proyecto para el Palau Nacional tampoco vio la luz y fue sustituido –entre 1926 y 1929– por el que hoy vemos, de claro sabor hispánico, emulador de las torres de la catedral de Santiago de Compostela y de la Giralda de Sevilla. Son las apuestas de la política.

Tras el estallido de la Guerra Civil Española huyó del país para salvar su vida. Se exilió en París y dio clases en numerosas universidades, lo que le valió el reconocimiento internacional. Regresaría a España en 1942, donde se encontró con que el nuevo régimen político no le permitía ejercer de arquitecto. También en 1942 fue nombrado presidente del Instituto de Estudios Catalanes, cargo que desempeñó hasta su muerte. Falleció el 23 de diciembre de 1956 en su residencia de Barcelona, a la edad de ochenta y nueve años.

Todos pensamos lo mismo: hay políticos de ahora que están en el exilio o en la prisión. Hay figuras ascendentes: unos son hombres de paja, otros son presidentes de plomo o de estaño, que acabarán descendiendo al fondo del estanque. No sabemos si son hombres dispuestos a sufrir el dolor de la belleza porque, de momento, vemos el dolor del orgullo y el tira y afloja de las pasiones. Catalunya y su relación con España siempre ha tenido un precio. Hay que ver si los recién investidos estarán dispuestos a pagarlo, si sabrán acertar y si es buen momento para volver a arriesgarse. Esperaremos y mientras, seguiremos disfrutando de la belleza agridulce de nuestra ciudad de Barcelona.