En un país normal, cuando empiezan las pruebas de la selectividad universitaria hoy se estaría hablando de que los estudiantes se han visto muy motivados por el trabajo del personal sanitario durante la pandemia. La opción de la carrera de medicina aumentó un 44% este curso respecto al anterior, de manera que por cada aspirante que consiguió plaza, 11 se quedaron fuera; y en la de enfermería otro tanto, un 30% más. También se estaría comentando que la conciencia sobre la salud y el medioambiente, debido igualmente al covid, provoca un incremento del 50% en las preinscripciones de los estudios relacionados con los deportes.

Pero no, aquí no se habla de eso. Aquí se discute de que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ha obligado a la Generalitat a tratar en términos igualitarios los tres idiomas oficiales del territorio. Los magistrados le vuelven a decir a los políticos independentistas que cumplan con la ley y que no presionen a los estudiantes con esa lluvia fina persistente y pesada con la que tratan de imponer un país monolingüe.

Ofrecer los textos de los exámenes en catalán para que sea el alumno quien se decante por el castellano haciéndose notar en público si quiere ejercer sus derechos es de una torpeza ofensiva. Según las cifras que ha dado a conocer la nueva consellera del ramo solo el 5% de los jóvenes suele pedir las pruebas en castellano, que es una forma de insinuar que se trata de una minoría de la que se puede pasar. Al parecer, el cambio de fórmula impuesto por los jueces –aplicado a regañadientes y, de hecho, aumentando la presión ambiental sobre los castellanohablantes-- ha favorecido que ese porcentaje subiera hasta el 13% el primer día en la Facultad de Biología de la Universitat de Barcelona. ¿Qué porcentaje de alumnos exigiría las pruebas en catalán si se las ofrecieran en castellano? ¿Sería el 95%, como da a entender la señora Gemma Geis cuando sueña con unanimidades a la búlgara?

Jordi Pujol cometió varios errores en su dilatada vida política. Probablemente, el principal fue vincular con tanta fuerza el idioma a la identidad nacional en la construcción de esa Cataluña que tenía en la cabeza. Él mismo lo ha reconocido, pero ya es tarde. Se ha dado cuenta de que la globalización impondrá un idioma franco que nunca será el catalán. Ya no se trata de castellanos, andaluces, murcianos o gallegos a los que había que integrar de esa forma tan sectaria que destilaba su nacionalismo. Ahora llegan de todo el mundo y solo se sentirán vinculados de verdad a Cataluña si les atrae; si se sienten presionados, la rechazarán.

El president lo ha visto, pero esos activistas que su proyecto ha creado, medio policías, medio políticos de mentalidad funcionarial al 100% no lo ven, son incapaces de salir de la maraña nacionalista. Están convencidos de que el catalán no se toca –el castellano, se toca todo lo que haga falta por supuesto--, y tampoco la enseñanza. “Catalán o muerte”, podría ser su máxima patriótica emulando a los castristas.

Son incapaces de entender que el idioma solo se puede expandir de verdad mediante el prestigio social que emana de su creatividad y de la empatía. Afortunadamente, los ciudadanos castellanohablantes de Cataluña han empezado a perder el miedo, han dejado de temer por el qué dirán los colegas del trabajo, los vecinos o los compañeros de estudios. Han tomado conciencia de que ellos, de primera, segunda o tercera generación, han sido víctimas de esa política fanatizada. Iván Teruel lo ha descrito con detalle en ¿Somos el fracaso de Cataluña?, un libro muy interesante que este episodio lamentable pone de actualidad.