En Cataluña, como en el resto de España, no hay como morirse para que hablen bien de ti. Lo pude comprobar de nuevo el otro día, cuando en el telediario de TV3 se deshicieron en elogios con el poeta Joan Margarit, hasta al que hace poco se acercaban con pinzas porque a veces escribía en castellano y hasta había tenido el descaro de aceptar un premio de manos del rey. En vida, el pobre Margarit era sospechoso de tibieza patriótica, de no sentir los colores a fondo y con exclusividad; una vez muerto, ya podía pasar a engrosar el panteón de los grandes de la literatura catalana y se olvidaban sus infidelidades a la lengua, consideradas simples pecadillos merecedores de recibir el célebre veredicto “pelillos a la mar”. Hasta es posible que, dentro de un tiempo, se le dedique una calle en Barcelona, aunque aquí, una calle (o una plaza) no se la damos a cualquiera: cada vez que surge el nombre de alguien que no cumple a rajatabla los preceptos del evangelio lazi, salen los de la CUP, los de la Plataforma por la Lengua o los del grupo Koiné a decir que no acaban de verlo claro.

La cosa no es exclusiva de Barcelona. Recuerdo que, en sus últimos tiempos, Xavier Cugat estaba obsesionado porque el ayuntamiento de su Girona natal colocara una placa en la casa donde nació. Y no había manera. Hasta el punto de que el viejo Cugie, cada vez que ibas a visitarlo al Ritz, te salía con que un día de éstos se iba a hacer con una escalera y colocar la placa él mismo. Cierto es que, tras su fallecimiento, se creó la Rambla de Xavier Cugat. Y que hasta en Rubí y Sant Cugat tiene una calle. Pero la placa en su casa natal sigue sin colocarse.

Ahora se habla en Barcelona de dedicarle una calle o una plaza a Salvador Dalí. La propuesta partió de Ciudadanos y parece que nadie tiene nada que objetar (de momento: ya saldrán los Koiné o quien sea a protestar). La Comisión de Derechos Sociales, Cultura y Deportes elevará la petición a la Ponencia del Nomenclátor y a ver qué pasa, ya que el personaje siempre ha resultado un tanto incómodo para la buena gente del régimen. Ya se sabe, el difunto era un franquista, su legado fue a parar al perverso Estado Español, etc, etc. Entre pitos y flautas, Dalí tiene una avenida en su ciudad natal, Figueres, sendas calles en municipios como Rubí y Dosrius y hasta una plaza en Madrid, pero en Barcelona, rien de rien.

La excusa de que no era de aquí no cuela, pero es que ni siendo de aquí consigues que te dediquen ni un maldito callejón si no eres del régimen. Que se lo digan a Gil de Biedma, Carlos Barral o Cirlot. Antes le cae una calle al compositor de una oscura sardana patriótica que a un poeta ilustre. De hecho, me sorprende la unanimidad del consistorio con lo de Dalí, aunque, si la cosa tira para delante, ahí estarán los de la CUP, la Plataforma o los Koiné para hacer constar su desagrado. La alcaldesa no ha emitido una opinión particular: está muy ocupada exigiendo la libertad de Pablo Hasél y, al mismo tiempo, condenando los altercados protagonizados por los energúmenos de la capucha denunciando el encierro del rapero. O concediendo subvenciones sin parar al simpático conglomerado seudo social de Caspe, 43. Igual no tiene tiempo para pensar en aquel facha de Figueres al que los de Ciutadans le quieren poner una calle simplemente para incordiar.