Permitir que una obra decaiga hasta la ruina por falta de mantenimiento es algo que ocurre con frecuencia en las actuaciones públicas. Se anuncia su licitación, adjudicación y ejecución. Se pregona su inauguración. Y luego, poco a poco, las cosas van entrando en un lento pero progresivo letargo por abandono. Ya no sirven para fotografías y  titulares.

Un ejemplo de ello es la Rambla de Sants. Se trata de un paseo agradable y aireado situado entre la plaza de Sants y la Riera Blanca, límite oficial de Barcelona con L'Hospitalet de Llobregat. Desde ese punto se ve el futuro, quizás esplendoroso de un paseo verde que logre recoser la zona de Santa Eulalia con La Torrassa. Bueno, más que verse, puede ser imaginado. De momento sólo hay vías y vías y vías. El paseo puede esperar, quizás a que desaparezcan los vecinos, cuya vidas son efímeras comparadas con lo que duran las administraciones.

La Rambla de Sants, único trozo cubierto, tiene debajo las vías del tren y del metro en el término de Barcelona y reduce, en parte, el ruido del paso de los convoyes por la zona. Fue inaugurada el 20 de agosto de 2016. Hace apenas cinco años y ya está hecha unos zorros, a pesar de que con posterioridad el consistorio acometió una tarea de dignificación ajardinando una parte e instalando unas fotografías históricas de interés notable en unos muretes que habían sido pasto de vándalos armados de pintura en spray. Durante unos meses, la novedad consiguió frenar el vandalismo de los presuntos artistas y la zona se mantuvo relativamente limpia. Luego llegó la peste amarilla que embadurnó de este color los suelos y el mobiliario urbano. Poco a poco, todo volvió a la normalidad, es decir, a estar lleno de porquería. No es extraño que el barómetro municipal detecte que la suciedad es uno de los principales problemas de la ciudad.

Los pintamonas de turno no se han limitado a enguarrar los espacios vacíos, han ido superándose y llenando de pintura incluso las imágenes sobre la memoria del barrio y la historia de la ciudad.

Hoy pasear por esa avenida resulta un calvario. Hay casi más perros que personas. La inmensa mayoría sin bozal y campando biológicamente a sus anchas por la zona dedicada a ajardinamiento y los espacios destinados a asueto para la chiquillería. El suelo está cubierto de una especie de pringue de origen desconocido que se pega a las suelas de los zapatos provocando un extraño y poco agradable sonido. Pocos bancos están limpios.

El mantenimiento es más bien escaso; en cualquier caso, insuficiente, y los cuidados preventivos se diría que son inexistentes.

Pero hay mantenimiento. De vez en cuando pasan por la rambla vehículos con identificativos municipales (unos eléctricos y otros no), que parecen ser de una empresa subcontratada, aparentemente dedicados a adecentar el paseo. Alguno de sus conductores, sin embargo, da la impresión de que se han confundido porque aceleran con saña hasta conseguir un ruido atronador y velocidades más propias del circuito de carreras.

Entre la suciedad, los perros, la pringue y los acelerón es de los vehículos municipales o paramunicipales, el paseo se ha ido convirtiendo en una zona inhóspita adecuada, eso sí, para el botellón nocturno. Con menos afluencia que las playas pero con una algarabía igualmente incordiante para la vecindad.

He ahí cómo una buena idea, el cajón que tapa las vías y su conversión en bulevar para disfrute del vecindario, puede acabar mal. Incluso muy mal.

Puede que quien se gasta el dinero en pintura se considere un artista. De hecho, hay una serie de garabatos que pretenden ser una firma. En realidad quien pintarrajea es un individuo incívico que destroza la propiedad pública, sin respeto para la ciudadanía que tiene derecho a usarla. La obra tuvo un coste considerable, que puede considerarse bien invertido si sirve para algo, pero va camino de no pasar de ser una zona de ocio para los desaprensivos y con o sin perro.

Es evidente que resulta imposible disponer que haya vigilancia en parte alguna las 24 horas del día y que siempre habrá un gamberro dispuesto a dejar su huella más o menos anónima, pero la falta de mantenimiento (o el mantenimiento desde un vehículo que circula a una velocidad similar a las de los vólidos) ayuda a consolidar el desaguisado y a convertir un espacio apacible en medio purgatorio.

La gamberrada es responsabilidad del gamberro. El mantenimiento deficiente tiene otros responsables. Pero no debería consentirse que obras acometidas con buenas intenciones acaben como la Rambla de Sants: hechas una boñiga.