Tenía que suceder. Tras el cierre de bares y discotecas, resultaba absurdo permitir que la gente se siguiera cociendo en la playa o en mitad de la calle sin mantener la distancia de seguridad y sin mascarilla protectora ante el coronavirus: se acabó el botellón, y los que insistan en practicarlo se van a encontrar con multas que oscilan entre los 3.000 y los 15.000 euros. La prohibición viene de la Generalitat y Ada Colau está obligada a respetarla, aunque el botellón es como muy común, ¿no les parece? De hecho, Ada no puede con los bares y las discotecas (por no hablar de las terrazas, que la sacan de quicio por motivos que algún psiquiatra haría bien en investigar), pero estoy seguro de que el botellón le parece una muestra ejemplar de cultura popular y de resistencia a la sociedad de consumo (los partidarios del botellón siempre se quejan del precio de las copas en los bares, como si emborracharse a precios razonables fuera un derecho constitucional, igual que los grafiteros con las porquerías que plantan en las paredes).

Hay quien considera el botellón una forma de rebelión juvenil, pero ya existía cuando yo era joven y siempre me pareció una muestra de gregarismo cutre que constituía una ofensa conceptual al bebedor serio. Cuando yo bebía como una esponja, y de eso hace décadas, la gente de mi edad ya se reunía en calles y playas para compartir litronas y cubatas chungos, pero yo nunca participé en una de esas reuniones. Me gustaban los bares porque te aislaban del mundo exterior y sus afiladas y dañinas aristas. Me gustaba tomar copas con una o dos personas a las que apreciaba. Y, sobre todo, me gustaba beber a solas, ir asistiendo en solitario a las distintas fases del subidón y llegar felizmente a la cima, ese sitio en el que dicen que se está muy solo, pero en el que a menudo no necesitas a nadie: con tu cerebro espoleado por el alcohol, tienes bastante.

Desde ese punto de vista (más propio de un alcohólico que de un muchacho feliz con ganas de socializar, lo reconozco), el botellón me inspiraba un desprecio olímpico. ¿Beber con treinta personas más? ¿Tomar combinados desbravados y con el hielo medio fundido? ¿Mantener treinta conversaciones a la vez? ¿No disponer ni de un minuto para la bienvenida introspección etílica? ¡Ni hablar! Como entorno para ligar tampoco me parecía el más propicio. ¿Quién tenía ganas de conocer a mujeres que bebían cervezas a morro o cubatas recalentados? Yo, desde luego, no. Como muestra de socialización, romance y dipsomanía, el botellón es un fracaso absoluto o, por lo menos, no es para gente como yo. O sea, que, si la Generalitat decidiera prohibirlo para siempre, no sería yo quien sumara su firma a un manifiesto de protesta. Vamos a ver, yo no lo prohibiría si dependiera de mí, pero, aunque ya no beba, siempre pensaré que para pillarla con comodidad y un poco de clase, donde esté un bar con mucha madera, que se quite todo.

Menos mal que, dentro de la desgracia, el coronavirus me pilla a una edad en la que ya no bebo. Si me llega a tocar a los treinta, me habría rebotado mucho cuando me hubiesen cerrado mis abrevaderos favoritos. Eso sí, la prohibición del botellón no me habría afectado lo más mínimo.