Hace algo menos de dos años vi en el Estadio Lluís Companys a Beyoncé en concierto. Fue una tarde cálida de julio, creo recordar. Todo un espectáculo de música, letras, coreografías, luces y empatía que jamás había presenciado. Me maravilló. Tal vez sea mi incisivo interés por los fenómenos de masas, las formas artísticas más agregadoras, o los espectáculos multimedia; quizás mi especial gusto por los ritmos y las intimistas cadencias melódicas de la llamada música negra; tal vez por el atletismo coreográfico; o, como se suele decir, por todo un poco. Quién sabe, en esto de los gustos y la pasión hay ríos de tinta escritos que suelen acabar más en frustradas impertinencias que en explicaciones omnipotentes sobre las razones que propician fenómenos tan difícilmente razonables como la admiración. El caso es que aquella tarde en Montjuïc quedé prendado del evento, de la artista y de algo más.

Beyoncé es una figura que irradia feminismo. Un feminismo a su manera, de la misma forma que las referentes del feminismo en España como la Pasionaria, Concepción Arenal, Clara Campoamor o hasta Cristina Almeida; o en el mundo, como Judith Butler, Teresa de Lauretis, Angela Davis, Clara Zetkin o, por qué no, Janis Joplin; han construido cada una de ellas su propia imagen icónica en la pelea por la igualdad. Todas ellas activistas, cada una a su estilo, en su posición, sus creencias, su profesión y con su imagen. El feminismo como movimiento de subversión política ante una normalidad pública de carácter fundamentalmente masculinizada y machista, desde luego, no es ni un fenómeno unitario, ni tan siquiera un argumentario uniforme acerca de como deberían ser las relaciones entre géneros o sobre cómo se producen, reproducen y cambian las relaciones en la vida en sociedad. Pero, sin embargo, un común denominador atraviesa todo feminismo: el trabajo por que las diferencias que produce el género como uno de los ejes de la organización social, no se traduzca en subordinación de unas personas bajo otras.

Durante mis años de estudiante, activista o profesional asumo que, tras tantos debates y lecturas, poco a poco fui adoptando un especial entusiasmo por los logros políticos del feminismo, principalmente su triunfo sobre el fundamentalismo. Mi creciente interés por personajes tan excelsos como Judith Butler o Angela Davis o tan populares como Beyoncé o Alicia Keys me ha hecho reflexionar acerca de los errores que muchas veces hemos cometido a la hora de entender la lucha feminista, aquella que tiene bien clara que en el fondo nos estamos jugando las bases más esenciales de la libertad.

Demasiadas ocasiones nos hemos confundido, por ejemplo, empeñándonos en deslegitimar las ‘estéticas femeninas’ que no forman parte de la típica moda femenina de la acción política feminista. Y esto del plano estético del activismo feminista es mucho menos mundano de lo que parece y un elemento crucial en la congregación o disgregación de muchísimas mujeres bajo el mismo interés en subvertir su situación de desventaja en un entorno público y doméstico hostil y desigual. No hay más o menos mujeres conscientes y consecuentes, hay más o menos mujeres libres, y esto es algo que, bajo mi juicio, no han acabado de digerir cierto activismo, a veces más preocupado de si van o no maquilladas, bailan o no determinados ritmos o si leen una u otra revista, que de entender la diversidad de la feminidad y de ofrecer herramientas que nos ayuden a construir de verdad un entorno social empático, solidario y simétrico.

Beyoncé no es precisamente un icono del feminismo más revolucionario desde su imaginario habitual. Su filosofía, sus formas, el contenido de sus letras, su espectáculo, su coreografía, su vestimenta, etc., podría encasillarse mejor en la estantería del feminismo liberal. Con el espíritu propositivo de sus letras, su contundente puesta sobre el escenario, su banda íntegramente compuesta por mujeres,  su cautivadora e imponente mirada y su atlética forma de bailar, nos da pistas de que su arte parte de una posición política que trata sobre corregir las injusticias y las discriminaciones y remover los obstáculos que limitan la igualdad de oportunidades, desde la imponente imagen de su espectáculo, aunque sin entrar demasiado a cuestionar necesariamente las asunciones institucionalizadas que constituyen las diferencias de género: como el mercado o la sexualidad. No representa un feminismo de máximos, sino más bien de mínimos, pero unos mínimos que bajo el machismo estructural extendido suponen auténticas proclamas subversivas.

El origen de Beyoncé, al igual que el de la histórica activista negra Angela Davis, se localiza en el sur de los EEUU, donde los movimientos de liberación negros adquieren, además, una dimensión que combina la lucha de clases, la igualdad racial y el feminismo en el corazón de la América más desigual. La dimensión icónica de Beyoncé recoge el triunfo de la tradicionalmente oprimida cultura negra, de la voluntad de cambio de los que peores condiciones de partida tuvieron y continúan teniendo. El sueño de Beyoncé, como el de las Destiny’s Child, cuando irrumpieron en la escena del R&B a finales de los noventa, es la mujer independiente, que no es baladí si tenemos en cuenta al público al que se dirige. Hoy, en el año 2018, Beyoncé, llena estadios con su apuesta clara por el feminismo y es considerada un auténtico referente mundial de la música negra. Algo está pasando, quizás nos hemos dado cuenta de que la lucha por la igualdad ha tomado una nueva dimensión, ha conquistado el sentido común y estamos presenciando el principio del fin de ese machismo institucionalizado durante ya demasiado tiempo.

Este 8 de marzo Barcelona paró y se innundaron las calles de manifestantes tras una pancarta que rezaba: “paramos para cambiarlo todo”. Confieso que me sentí sobrecogido, probablemente más que durante el concierto de Beyoncé. El género, como categoría psicosocial, es un elemento crucial de la identidad humana, uno más, aparte de otras posiciones que ocupan las personas y los colectivos en un entorno de relaciones determinado, pero uno que atraviesa buena parte de las injusticias más graves que sufre el mundo. La eterna tensión del feminismo se sitúa entre la reivindicación de lo femenino como una identidad particular o como expresión portentosa de la diversidad. La reconstrucción que propone Beyoncé, pero sobre todo la que atraviesa el fenómeno de este histórico día 8 se sitúa precisamente en este segundo polo, hablando también de interdependencia, pero reivindicando la seguridad y la autonomía, el “sí se puede” y la libertad. Tal vez, en la era en la que las expresiones artísticas más populares y las posturas políticas que más agregan están atravesadas por estas ansias por superar las dificultades que nos hacen desiguales, algo se ha transformado para no involucionar. Aprovechemos el momento, atrevámonos a cambiar.