Hay personas que sufren discriminación por no hablar catalán, por haber nacido en otra parte, por ser pobres y no tener suficientes recursos, por no ser blancos caucásicos, por no tener amigos en los círculos de poder, por pensar de manera diferente a como piensa la mayoría, por profesar una religión o por no profesarla, porque tienen una orientación sexual que no compartimos, porque están enfermos, son viejos o cualquier otra estúpida razón. Ustedes ya son mayorcitos y supongo que ya se habrán dado cuenta de todo ello. 

Un filósofo que recomiendo leer, Rawls, decía que nada es más fácil que saber si una sociedad es justa o no lo es. Cámbiese usted por el último de la lista, por el más pobre, por el negro, por el viejo, por una persona del otro sexo… De hecho, el experimento valdría si usted se convirtiese al azar en cualquier otra persona. Comprobaría entonces si goza de las mismas oportunidades que tiene usted ahora. ¿Tiene acceso al sistema sanitario, a la educación, a un puesto de trabajo… en pie de igualdad? Si resulta que sí, entonces vive usted en una sociedad justa. Si no, pues no. Éste, y no otro, es, o debería ser, el fundamento de una sociedad, el de la justicia.

A partir de este principio, otros en consecuencia. Por ejemplo, hoy defienden la meritocracia quienes pueden permitírsela, pero no los pobres, porque el único mérito que vale es la cuenta corriente de papá, y eso es injusto. A las estadísticas me remito, que son abrumadoramente claras. En una sociedad justa, la meritocracia es otra cosa y ya vemos que cuanto más injusta es una sociedad, más talento se pierde.

¿Cómo acabamos con tanta discriminación? Es una buena pregunta. Una corriente filosófica de la década de 1950 aventuró que la manera de decir el mundo cambia el mundo. Así, si en vez de decir que Fulano está como un cencerro decimos que Fulano es una persona usuaria de un centro de salud mental, no sólo arruinamos un insulto, sino que cambiamos la realidad del mundo, que sería socialmente construida a través del lenguaje. Pero, fíjense, en el fondo empleamos diferentes palabras para decir lo mismo, lo que nos lleva a concluir que las personas que creen que cambiando la manera de decir cambian el mundo están como una persona usuaria de un centro de salud mental. Yo prefiero tirar de la educación, el respeto y el sentido común a la hora de tratar con otra persona, porque eso denota una actitud más justa, pero, ojo, que igual me equivoco.

He sacado este ejemplo, que reconozco forzado pero ilustrativo, de una Guía de Lenguaje Inclusivo de la que hace propaganda el Ayuntamiento de Barcelona. Gracias a esta guía, se dirá "la persona destinataria" en vez de "destinatario" en el formulario para solicitar una ayuda social, por ejemplo. Que luego te la den ya es otra historia, pero "es" la historia.

Estas trampas del lenguaje fallan más que una escopeta de feria y sostienen muchos prejuicios. Si uno no es blanco caucásico, por ejemplo, es "una persona racializada". Pero una persona de raza blanca no es "una persona racializada", mira tú por dónde. Hemos dado toda la vuelta para estar en las mismas, señalar al que no es blanco estándar occidental llamándole "persona racializada". Ya me dirán qué hemos ganado.

Nuestro objetivo es otro. ¿Cuál?

La indiferencia, la bendita indiferencia. Que nos dé exactamente lo mismo que usted sea blanco o negro, que le gusten los hombres, las mujeres o lo que se le ponga por delante, que nos dé igual si es alto o bajo, si reza a un dios, a otro o a ninguno, si nació aquí o allá… ¡Qué importa eso! Nada. Eso deberíamos conseguir entre todos. No es tarea fácil.

Pero eso no se consigue retorciendo el lenguaje, sino con políticas sociales eficaces, por ejemplo. Porque la realidad ahí afuera, más allá de las palabras, es muy dura. Sin salir de Barcelona, un reciente estudio nos muestra que la incidencia de la diabetes en Nou Barris es más del doble que la incidencia de la diabetes en Sarrià-Sant Gervasi y la esperanza de vida es más de diez años menor. Suele decirse que la tarjeta de crédito marca más diferencias que la tarjeta sanitaria y es cierto. Cifras parecidas aparecen relacionadas con el fracaso escolar, el acceso a la educación superior, los salarios que uno alcanza por un mismo puesto, las condiciones higiénicas de la vivienda y un largo etcétera. La clase, la renta disponible, es el principal factor de discriminación y eso no lo arreglan bellas palabras.