Cinco años después de una aberración política que no tenía precedentes. Los días 6 y 7 de septiembre de 2017 representaron la infamia, con medio parlamento de Cataluña humillado y despreciado, porque el independentismo quiso pasar por delante del propio Estatut de Cataluña. Ese fue el momento culminante que el Gobierno del Estado no debería haber ignorado. A efectos prácticos, no pasó nada y el movimiento independentista creyó que podía seguir adelante. Había aprobado a la fuerza, vulnerando la cámara parlamentaria, la convocatoria de un referéndum de autodeterminación, un derecho que no se puede aplicar en Cataluña, y una ley de transitoriedad jurídica por la que la supuesta república catalana se iba a regir nombrando jueces a dedo. Los diputados de aquella mayoría independentista aún no son conscientes de la barbaridad que cometieron y no han pedido perdón. Deberían hacerlo. Están a tiempo. Siempre se está a tiempo de admitir ante sus conciudadanos que cometieron más que un error. Fue una traición a la propia sociedad catalana.

Han pasado cinco años, y la tensión está en el propio flanco independentista, con broncas internas en vísperas de la Diada del 11 de septiembre, que el independentismo ha secuestrado. En la ciudad de Barcelona todo aquello se vivió de una forma traumática. Llegó el referéndum del 1-O, la actuación policial, el proceso judicial, la prisión y los indultos. Barcelona vivió una explosión de violencia en la calle tras la sentencia del procés, en octubre de 2019. Y meses después llegó la pandemia del Covid, con el estado de alarma en marzo de 2020.

Ahora se da por finiquitada la pandemia, pero también el virus del independentismo. Barcelona está concentrada en graves problemas, los propios que afectan al conjunto de la sociedad catalana y española, con un añadido y es que la gobernabilidad municipal está cuestionada, porque no ha sabido hacer frente a las demandas de muchos colectivos que no entienden la cerrazón de la alcaldesa Ada Colau. Sigue enrocada, como este mismo lunes demostró en una entrevista en Betevé, en contra de la ampliación del aeropuerto de El Prat. O enfrascada en defender, únicamene, a los ‘Bobos’ del ensanche barcelonés, que quieren seguir organizando en plena calle Consell de Cent sus mercados medievales de los sábados.

Pero, en todo caso, ya no hay virus independentista. Ni los propios independentistas, pese a la retórica periódica, pretenden iniciar vías rupturistas. Cinco años después lo que prima es la gestión para atajar la inflación, para activar la economía con buenas conexiones aeroportuarias, con oportunidades para los emprendedores. La preocupación se centra en la geopolítica, en cómo el conjunto de Europa puede transitar sin caer en la catástrofe hacia energías limpias, mientras lidia con Rusia y la guerra en Ucrania.

Barcelona puede mirar ahora hacia el futuro, con los mismos retos, preocupaciones y ansiedades que el resto de grandes ciudades europeas y del resto del mundo. Y debe buscar soluciones junto a otras administraciones, con colaboraciones estrechas, pensando en todos sus vecinos, los propios del municipio y los de toda el área metropolitana. Por eso es importante seguir la estela de dos grandes acuerdos que denotan que la ciudad ha cambiado de dinámica: la construcción de la Biblioteca del Estado junto a la estación de Francia –que será una infraestructura cultural de última generación para albergar grandes actos y manifestaciones artísticas—y la organización para 2024 de la Copa América de Vela. En los dos casos se ha producido la máxima colaboración entre administraciones. Algo que no sucedió, precisamente, hace cinco años.

Adiós al virus, al que realmente castigó a esta ciudad, pensando que se iba a beneficiar a toda Cataluña.