Hace más de un año, tras los horribles atentados que sufrimos en la Rambla de Barcelona en agosto, un lema inundó las calles: ¡no tenemos miedo! Se convirtió en la consigna general de la ciudad tras el shock y logró impulsar la fraternidad de la ciudadanía, plantando cara al horror y posibilitando un marco simbólico compartido de unidad. El miedo es uno de los principales aceleradores de la fractura social y en aquel momento decidimos apostar por compartir valentía. Sin duda, fue un gran acierto. Hoy podemos apreciar sus frutos: Barcelona sigue siendo una ciudad cosmopolita y su cotidianidad continúa en la calle.

Por aquel entonces ya nos habituamos a vivir bajo la lluvia de mensajes de miedo. Generalmente miedo al diferente o al pobre. Ríos de tinta y horas de material audiovisual corrían girando alrededor de los peligros de los manteros, los gitanos, los extranjeros, las prostitutas, los musulmanes y hasta los sin techo. Son las identidades estereotípicas que acostumbran a acompañar a las alertas, los sucesos o, simplemente, a los problemas. En el verano de 2017 Barcelona decidió apartar prejuicios y declararse como una comunidad sin miedo a nadie.

Sin embargo, últimamente ha vuelto a ser habitual el rumor del miedo. Los mensajes de alerta sobre la inseguridad ciudadana han aumentado a golpe de titular, empujándonos a sospechar de todo el mundo si es preciso. Siempre ha habido interés mediático en el señalamiento y, si es con connotaciones étnicas, mejor. El miedo siempre gana atención y audiencia. Y si el miedo es dirigido hacia colectivos identificados, enseguida se abre la puerta a la deshumanización y a la excepcionalidad. La lógica de vagos y maleantes despierta lo peor del sadismo político, como bien demuestra la lamentable campaña de criminalización de los vendedores ambulantes.

Como bien sabemos, cuando se agita el miedo a la pobreza (aporofobia) o a la diferencia (xenofobia), la inmediata contrapartida es la de responsabilizar de los infortunios propios a “los últimos”, desentendiéndonos de “los primeros”, de “los del medio” y hasta de nosotros mismos, si me apuran. La inseguridad tiene muchas caras: las del explotador, el atracador, el machista, el especulador, el mafioso, el caradura, el timador,… Todas y cada una de ellas con una casuística concreta y nunca color, ni nacionalidad, ni religión, ni cultura original.

La Barcelona que hace poco más de un año demostró no tener miedo supo poner en el discurso público una idea de comunidad ciudadana que ni pedía el DNI a nadie, ni estaba dispuesta a fragmentarse entorno al dolor causado por el fundamentalismo. Decidió, en cambio combatir precisamente ese ideario blanquinegro para asumir que la ciudad está conformada por un crisol multicolor que siempre ha sabido convivir.

Frente a los tambores de guerra que resuenan desde latitudes que han sucumbido al autoritarismo y el odio, la capital catalana debe seguir enarbolando el estandarte de la fraternidad popular. La Barcelona que nos cuida es la que está conformada por barrios que saben dialogar, que brinda oportunidades a su vecindad para prosperar, que no teme perderlo todo en cualquier momento. La Barcelona que nos acoge es la que es capaz de hacer sostenible la vida ciudadana, la que nos permite residir y la que posibilita que sus vecinas y vecinos no se resignen a ser meros habitantes, sino que toman partido y son protagonistas de las decisiones públicas.

La Barcelona que nos cuida y se cuida a sí misma es la que sabe, por ejemplo, que los narcopisos es un problema que tiene que ver con las viviendas vacías y las redes mafiosas y no con las personas sin hogar. La que sabe que la venta ambulante es supervivencia, o que la industrialización turística sin control, a parte de hacer desaparecer la vecindad, impulsa la actividad delictiva. No nos acostumbremos a señalar a quien no corresponde y asumamos la responsabilidad de apuntar más alto. La ciudad sin miedo a sí misma es la que cuida a una ciudadanía capaz de hacer frente al odio a la vez que es protagonista del espacio urbano y sus decisiones.