Octubre, desde 2017, es el mes del descontento. De las manifestaciones. Hace dos años, Barcelona vivió unas semanas muy crispadas, con concentraciones multitudinarias. El día 3, los independentistas expresaron su malestar por los acontecimientos de dos días antes y el día 8, un millón de personas reivindicó la unidad de España en la Ciudad Condal. Fueron días difíciles, de mucha tensión. De una tensión inaudita desde la restauración de la Democracia.

Dos años después, Barcelona se prepara para otro mes complicado. El choque de trenes persiste y la sentencia del proceso soberanista movilizará, otra vez, a miles de ciudadanos. El clima actual no es tan dramático, pero algunas cosas, demasiadas, siguen enquistadas. Y muchos ciudadanos ya están hartos de tanto debate identitario en una ciudad que tiene sus propios problemas, agravados por la incompetencia de los comunes.

Barcelona está tocada. Herida en su orgullo. Los ciudadanos están enojados por el aumento de la inseguridad y el nuevo centro para menas suscita muchas incertidumbres y debates acalorados. La presión policial en el Raval ha desplazado algunos conflictos a otros barrios, sobre todo de Sant Martí. Los logros conseguidos en los años 80 y 90 pueden irse al garete si Colau no lo remedia con políticas de tolerancia cero contra las actitudes incívicas y el crimen organizado.

El gobierno entre comunes y PSC tiene muchas fisuras. Tiranteces personales al margen, las diferencias ideológicas son importantes. Pero entre tanta confusión, algunos sectores vislumbran pequeños brotes verdes desde el nombramiento de Albert Batlle como nuevo responsable de seguridad. Con una dilatada experiencia política y en los Mossos, Batlle, como mínimo, tiene un plan y determinación para combatir el top manta. El comercio barcelonés, el gran damnificado por las políticas buenistas de Colau, vislumbra un futuro más halagüeño. En la Guardia Urbana, en cambio, no lo tienen tan claro.