La marcha de Nissan ha puesto de manifiesto qué tipo de planificación industrial se ha hecho en Barcelona y su región metropolitana en los últimos años: la venta progresiva a la inversión a extranjera. Nadie cuenta con la burguesía catalana como fuente de inversiones, ni industriales ni de otro tipo y menos aún en tecnología punta. Los ricos catalanes, a lo sumo, ponen su dinerito en el sector turístico para luego vender la urbanización al mejor postor o el hotel a alguna cadena extranjera. También les gusta invertir a sectores vinculados al poder público: construcción o concesiones.

Durante los años previos a la crisis de 2008, el dinero local se dirigió al ladrillo o a la construcción de grandes infraestructuras. El ladrillo está vinculado a los poderes públicos por la vía del pelotazo urbanístico (y el porcentaje correspondiente). Las concesiones se hacían al amparo de los beneficios garantizados (asegurando un puesto en el consejo de administración para cuando el político dejara el cargo). Cuando la crisis secó estas fuentes la burguesía catalana se refugió en las farmacéuticas y en las concesiones de servicios hospitalarios. La inversión de industrial se dejaba para el capital extranjero. Aún hoy el Ayuntamiento de Barcelona emite comunicados explicando lo atractiva que es la ciudad para el capital foráneo. La última nota de supuesta propaganda municipal parte de un estudio del Financial Times y señala que Barcelona es la ciudad europea preferida por los ejecutivos de las firmas multinacionales.

Pero el capital extranjero tiene una característica obvia: repatría los beneficios y si puede, incluso los impuestos. Si los accionistas invierten es para obtener dividendos y esos dividendos no se reinvierten aquí produciendo mayor desarrollo. Se deja lo suficiente para que la empresa siga siendo rentable, luego se cierra y se liquida la inversión. Por el medio, unos gobiernos convencidos de que los ricos de casa no van a poner un duro se afanan en dar subvenciones (179 millones a Nissan) y créditos en buenas condiciones (la empresa japonesa debe aún 105 millones al Estado en créditos blandos a corto y largo plazo). Y no siempre atan bien el retorno de ese dinero que, después de todo, es del contribuyente.

El único incentivo de los propietarios de Nissan (como el de los de la SEAT o la Renault o la Ford o la Coca-cola) es obtener beneficios. Ocurre lo mismo con los Ferrer, los Molins, los Daurella, los Carulla, los Bernat; tampoco ellos invierten por amor a los obreros y para dar trabajo a los pobrecitos proletarios de su patria. Lo hacen para ganar dinero. La diferencia es que estos lo gastan (al menos en parte) en Barcelona. No es el caso del capital francés o japonés o estadounidense o alemán. Además de repatriar los dividendos, se patean la pasta en sus países de origen y a veces incluso se permiten amenazar a las autoridades locales con desinvertir si no se atiende a su demandas o se aceptan condiciones con frecuencia dacronianas. Por citar un caso: Ryanair, que una vez consolidada su situación en los aeropuertos (Girona, Reus, pero también el de El Prat) anuncia que se va si no se le aumentan las subvenciones o se le permiten contratos laborales al margen de la ley.

Que Barcelona, Cataluña, España sigan presumiendo de atraer a inversores de otros países sólo es un parche ante la evidencia de que o no hay suficiente capital local o los patriotas ricos prefieren invertir en otros lugares. Por ejemplo, en Marruecos o en China. Con el añadido de que, en esos casos, no repatrían el dinero: lo llevan a paraísos fiscales. Por poner nombres a gente que hace cosas así, para que no se diga que lo dicho es hablar por hablar: Pujol y sus cuentas andorranas; el padre de Artur Mas, con dinero en Suiza. Siempre, claro, por el bien de Barcelona, de Cataluña o de la patria que se quieran inventar. Como si no fuera harto evidente que patria no hay más que una: la del dinero. Por eso ser pobre y dárselas de patriota no pasa de ser una notable majadería. Sólo los ricos tienen patria. Los pobres, a lo sumo, tienen deudas.