Si buscamos la palabra sostenible en el diccionario, su segunda acepción, reza tal que así: “especialmente en ecología y economía, que se puede mantener durante largo tiempo sin agotar los recursos o causar grave daño al medio ambiente”. Por tanto, un sistema ecológico, económico y, por ende, social, es insostenible cuando no puede mantenerse durante largo plazo sin agotarse y entrar en conflicto. Al pensar en Barcelona como entorno urbano continente de una estructura de relaciones, deberíamos preguntarnos hasta qué punto podemos hablar de una ciudad capaz de mantenerse cohesionada, armónica o sana, como sinónimos inmediatos de la inquietud que vengo a desarrollarles hoy aquí.

DESIGUALDAD CRECIENTE

Tras cerca de una década de crisis socioeconómica, especialmente sangrante en el Sur de Europa, la situación de las ciudades mediterráneas ha involucionado claramente en una aceleración galopante del crecimiento de las desigualdades. Barcelona especialmente ha mostrado una tendencia constante en esta trayectoria. Desde mediados de los años 80, las distancias económicas entre la vecindad bienestante y la más humilde han ido creciendo conjuntamente con la pérdida de derechos laborales y la precarización de sus condiciones. Si durante los primeros años de la democracia, muchas familias barcelonesas se podían incluso permitir que un solo miembro obtuviese remuneración por su trabajo, hoy en día esto se presenta como un auténtico lujo. Especialmente en la última década, esta circunstancia se ha vuelto especialmente dramática con el deterioro acelerado de las condiciones laborales. Tanto la capacidad de lo público para generar empleo, como la industria, las ayudas, subsidios, becas y la inversión, se han mermado profundamente a causa del profundo sumidero que ha supuesto la quiebra del sistema financiero.

Místicamente, tras el año 1992, Barcelona se volcó en su empeño hacia la generación de rendimientos financieros alrededor de la gestión global de sí misma como un entorno a promocionar, en forma de marca. Hoy en día, tanto Barcelona municipio como su área metropolitana giran alrededor del motor capitalizador de su núcleo central, como una ciudad orientada a los servicios. No es casualidad tampoco que sea precisamente este sector el más precarizado de todos, con escasa sindicación y unas condiciones que avanzan hacia la involución. Al mismo tiempo, los barrios de la ciudad están sufriendo un profundo proceso de expulsión. Una ciudad central que avanza, al fin y al cabo, hacia convertirse en una especie de ciudadela que requiere el servicio de sus periferias.

URBANISMO INSOSTENIBLE

El proceso de expulsión o exclusión de las familias trabajadoras barcelonesas de la ciudad-marca se enraíza en la hegemonía del plano financiero del funcionamiento económico de lo urbano frente la producción de economía real y el sector público. Barcelona cada día depende más de los servicios que destina al visitante y de la revalorización de su suelo y sus espacios. Eso se ha traducido, tanto en el diseño urbano como en la gestión pública y los procedimientos de residencia, en una priorización de la generación de plusvalías especulativas.

Los vehículos privados cada día densifican más el tráfico vinculados a los tránsitos metropolitanos crecientes mientras el transporte público se muestra claramente insuficiente, con capítulo aparte para la red ferroviaria de cercanías. Cuentan por ahí, y los datos lo corroboran, que entran habitualmente a la ciudad más de 300.000 coches cada día y que los niveles de contaminación sobrepasan los límites europeos constantemente.

Una ciudad que genera una diáspora de su vecindad tradicional acaba construyendo barrios extraños, diversos sí, pero cada vez más desconectado de lo comunitario. Los espacios públicos de la ciudad se encuentran en un proceso de desconexión con las lógicas que generan lo común al ritmo en el que priman sus usos mercantiles. Se han sustituido canchas y parques infantiles por terrazas, al tiempo que los bancos tienden a ser individuales. La conquista de las instituciones por parte de Barcelona en Comú supuso la llegada a la gobernanza de muchos agentes activistas que cobraron protagonismo tras el 15M. Agentes políticos aventurados al combate a la hegemonía del ultraliberalismo pero cuya gestión se encuentra constantemente con las trabas que supone una ciudad cruzada por intereses mercantiles crecientes. Sin duda, los poderes públicos siguen condicionando su agenda política a golpe de límites interpuestos por una amplia diversidad de lobbys, como bien lo demuestra el costoso trámite del plan especial de alojamientos turísticos o las dificultades para poner fin a las mafias organizadas alrededor de la especulación con la vivienda, para organizar y acotar las terrazas hosteleras o incluso los obstáculos puestos a la ampliación del tranvía o el metro.

TENSIÓN ENTRE PERPETUACIÓN Y CAMBIO

Vivimos en un punto de inflexión respecto del modelo de desarrollo social de la capital catalana. Las dificultades de transformación institucional más allá de lo local están generando una tensión política cada vez más aguerrida entre las personas partidarias de transformar de raíz la sociedad española y catalana y las que temen las incertidumbres de los cambios “radicales”. Barcelona no queda excluida de esta “guerra fría”, con una vecindad en rápido proceso de transformación y expulsión. Debate en su seno acerca del modelo de ciudad posible y necesaria. Decidir si seguir la senda de la imagen internacional que proyecta y continuar siendo una buena oportunidad de negocio, o si convertirse en un entorno sostenible para que sus barrios sigan siendo barrios, sus familias puedan confiar que sus hijas e hijos se quedarán en la ciudad y volver a hacer nuestras las calles.

Barcelona, además, juega un papel fundamental en el efecto espejo que produce más allá del ámbito de la ciudad. La  marca Barcelona fundamenta el paradigma del modelo de desarrollo neoliberal hegemónico del Sur de Europa, aquel que prioriza la especulación y la mercantilización a la convivencia, un modelo que se demuestra insostenible para el desarrollo social. Hacer posible un escenario de desarrollo alternativo no solo es necesario para combatir la insostenibilidad, sino que funciona como un catalizador claro de lo que sí se puede lograr más allá de lo que ya conocemos.