La concesión del premio Cervantes a Joan Margarit ha puesto de relieve la tendencia barcelonesa y catalana a ignorar a quienes se atreven a pensar al margen del poder o, simplemente, a pensar. Sobre todo si luego se expresan en las dos lenguas oficiales de la ciudad: el catalán y el castellano. En lo que va de año, además del premio Cervantes, ha habido otros catalanes con presencia relevante en Cataluña, España y el mundo a los que los poderes públicos se empeñan en ignorar. No es una novedad. Pero vale la pena resaltarlo, por lo que tiene miseria intelectual. 

Margarit (que en mayo de este mismo año ya fue galardonado con el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana) tiene una apreciada obra poética escrita originalmente en catalán y traducida luego por él mismo al castellano, en lo que no deja de ser un segundo proceso de creación.

En Barcelona, Margarit (nacido en Sanaüja, Lleida, pero afincado en Sant Just Desvern) fue pregonero en 2010, siendo alcalde Jordi Hereu. Luego, nada.

Se podría pensar que las autoridades (hay muchos pueblos en los que se las acostumbra sabiamente a llamar “atrocidades”) ignoran la poesía porque es un arte alejado del pueblo, sólo para las élites, como la ópera. De ahí que presten más atención a los castellers que a los poetas.

Pero es que son muchos más los ignorados y no siempre son poetas.

A veces ocurren cosas sorprendentes. Una de ellas es que en este mismo año haya coincidido que la presidencia del Congreso y del Senado hayan recaído en dos barceloneses: Meritxell Batet (Barcelona, 1973), y Manuel Cruz (Barcelona, 1951). La ciudad ha hecho como que no se enteraba. Más aún, da la impresión de que Ada Colau se hubiera tomado muy a mal que se les hubiera hecho algún tipo de reconocimiento. A los efectos prácticos, lo mismo hubiera dado que hubieran nacido en Cafarnaúm.

Hace unos días se estrenó en Girona, casi clandestinamente, un espectáculo basado en el Romancero Gitano, de García Lorca. Lorca no era barcelonés, pero la actriz Núria Espert nació en l’Hospitalet del Llobregat y ha estado siempre vinculada a la capital catalana, igual que el director del montaje, Lluís Pasqual (Reus, 1951), que dejó la dirección teatral barcelonesa por las críticas de los procesistas. Por cierto, el montaje sobre textos de Lorca llegará a Barcelona en enero, tras haber pasado por Madrid, Italia, Argentina y Uruguay. Mucho será que los CDR no vayan a reventarlo, apoyados por los muchachos de Vox, con los que tanto comparten. Entre otras cosas, el gusto por la barbarie.

Pasqual no se ha significado en críticas a los amarillos. Simplemente, se centró en su trabajo. Eso bastó para que fuera anatemizado por un sector asido a las subvenciones. 

Quien sí ha alzado la voz en el conflicto ha sido otro creador teatral, no ya olvidado sino abiertamente odiado: Albert Boadella (Barcelona, 1943).

Es curioso porque a la hora de reivindicar catalanidades, los independentistas se cortan poco. Ya se sabe que es catalán todo el que vive y trabaja en Cataluña. Un criterio que debería llevar a pensar que los catalanes afincados en Madrid son madrileños y sevillanos los que vivan en Sevilla. Pues no: esos son también catalanes. Salvo que no sean independentistas. Entonces no son nada: escoria para el vituperio o el olvido.

A juzgar por las actuaciones (y omisiones) del presidente Torra y la alcaldesa Colau, se diría que son más barceloneses los 50 individuos que enguarran la plaza de la Universitat que quienes pasean el nombre de Barcelona por el mundo. El primero, por ejemplo, tardó 24 horas en felicitar a Margarit por uno de los premios más importantes que se pueden recibir en el campo de la literatura. Colau lo hizo por twitter. Será que tenía poco que decir.