Manifestaciones multitudinarias pacíficas. Manifestaciones masivas no tan tranquilas. Concentraciones varias. Sentadas. Lanzamientos de bolas de acero y pelotas de goma y de foam. Material pirotécnico contra las fuerzas policiales y cargas excesivas. Mucho malestar y bastante odio. Desde la sentencia del Tribunal Supremo contra los líderes del proceso independentista, Barcelona se ha convertido en la capital del descontento, en el gran manifestódromo mundial.

Los independentistas se han manifestado día tras día. De manera serena y con muchas dosis de odio. En los últimos días, los disturbios han dejado de ser noticia. Después de dos semanas de mucha tralla, su poder de convocatoria, poco a poco, parece menguar. Nunca, nunca, Barcelona había vivido una situación similar. No es la primera vez, ni mucho menos, que se respira tensión y violencia en sus calles, pero nunca el independentismo se había mostrado tan combativo.

En el otro bando, los constitucionalistas también han salido masivamente a la calle. Este domingo, entre 80.000 y 400.000 personas, en el habitual baile de cifras entre la Guardia Urbana y los organizadores, se han expresado en contra del proceso soberanista y a favor de la concordia y la unidad de España.

Los políticos han cedido todo el protagonismo a los ciudadanos y Societat Civil Catalana ha logrado que la manifestación sea tranquila, sin los habituales incidentes protagonizados por grupos ultras. Excluir a Vox, sin duda, ha sido un acierto de la plataforma constitucionalista, que aboga por una solución reposada.

En octubre, como ya ocurrió en 2017, Barcelona ha vivido días muy difíciles, con la cuestión identitaria devorándolo todo. Cuarenta y cuatro años después de la muerte del dictador Franco, todavía no se ha resuelto el encaje de Cataluña en España por intereses perversos y partidistas. Y Barcelona sufre y sufre, castigada también por un gobierno municipal que desaparece cuando le conviene y acaba de asestar un golpe casi letal a comerciantes y restauradores con un aumento del 400% de los impuestos y las tasas para las terrazas del centro.

Mientras casi todos se pelean por la patria, Colau se carga el comercio local y le hace el juego a las grandes multinacionales de la restauración. Con ella y el PSC al frente del Ayuntamiento, los barceloneses y los turistas tendrán que pagar mucho más por tomarse una cañita. Absortos todos con el proceso soberanista, Colau ha hecho otra de sus trastadas.