Cuanto mejor es la obra de teatro, dicen, menos importa el escenario. Shakespeare o Calderón podrían interpretarse sobre un escenario prácticamente vacío, en una suerte de claroscuro caravaggesco, sin perder un ápice la maravilla del verso, el horror del crimen, la dulzor del amor o la zozobra de la duda que mueve a sus personajes. En cambio, cuando uno se arrastra por las páginas de un libro, donde la única imagen es el negro sobre blanco que deja la tinta de una imprenta, el escenario invisible puede adquirir un papel protagonista. En parte, y ésa es la magia del libro, porque es un escenario que el lector fabrica con las piececitas que el escritor, palabra a palabra, va dándole.

Por eso existen escenarios provistos de magia y vida propia en el recuerdo de quienes leemos libros. Aupados por las alas de sus páginas, visitamos Macondo, la Tierra Media, el Reino de Olar, Región o Vetusta, pero también hacemos excursiones por lugares que, eso nos han dicho, existen fuera de los libros. Entre esos lugares, las ciudades (literarias) ocupan un puesto de honor. Londres ¿cuántos hay? Detrás de David Copperfield, Sherlock Holmes o Harry Potter, hay uno y trino, el que transcribe el autor, el que lee el lector y el «real», quizá el menos importante. Ocurre lo mismo con París, descrito ahora por Dumas, ahora por Proust; sigue ocurriendo con Viena, con Berlín... ¡No nos olvidemos de Dublín, con sus odiseas urbanas, sus hacedores de vampiros o el dandismo de sus poetas! ¿Estaría escribiendo esto si no ocurriera lo mismo con Barcelona?

Sí, Barcelona es una de esas ciudades que ha tenido la suerte de ser a la vez escenario y protagonista de grandes páginas de la literatura, y lo ha sido en varios idiomas. Los autores autóctonos han podido escribirla en catalán y castellano, pero aquéllos que vinieron de fuera la glosaron en inglés, francés, italiano o alemán, por no movernos de Europa. Se habla tanto de la aparición de Barcelona en el Quijote que quien quiera ya la buscará. Tenemos una Plaça del Diamant, vivimos una Febre d’Or y sigue ahí una pastelería Foix en Sarrià; tropezamos con Brossa aquí o allá; con suerte, quizá vislumbremos a Gurb más perdido que un paraguas en la Ciudad de los Prodigios, o nos sentemos al lado de Pepe Carvalho y Biscúter en una de las pocas tascas que no hayan invadido los turistas, mientras Pijoaparte fuma en la calle, apoyado displicentemente en un deportivo aparcado sobre la acera. Y si nos asomamos a las Ramblas, quizá nos pregunte Orwell si los que disparan son amigos o enemigos, mientras estalla el boom latinoamericano y corren todos a refugiarse en can Balcells, con la que está cayendo.

Estos días, han llegado a mis manos dos libros que se suman a esta Barcelona libresca y que recomiendo acto seguido, para quien quiera hacerme caso. Jordi Corominas dicen que explora el camino señalado por Pla o Permanyer porque se recrea en el retrato de la ciudad, en un paseo por sus calles, sus gentes y su historia. Explorar, explora, a pie, dando largos paseos. Resulta de tales caminatas un ensayo íntimo y particular donde se demuestra que se piensa mejor caminando que sentado, y que mirar es una cosa y ver es otra muy distinta. El libro se titula Paràgrafs de Barcelona y lo edita Ático de los Libros. En cambio, otra Barcelona muy distinta es la que nos enseña Javier Pérez Andújar, en su última novela, La noche fenomenal, que publica Anagrama. Diría que, yendo detrás de sus personajes, nos pasea por una Barcelona más real que la auténtica, o más auténtica que la real, no sabría decir yo ahora, porque la realidad no deja de ser una ficción. Es una novela escrita desde el humor y con humor, pero también, como tiene que ser, con melancolía.

¡Qué suerte tenemos de formar parte de una ficción tan grande!